Cuando tienes que salir corriendo de casa con el crío en pijama, precipitadamente, el corazón en la boca, el miedo te tapa los oídos y te seca la garganta, no piensas a dónde vas, solo te vas, solo piensas de dónde huyes, y lo haces como de puntillas, sonriendo para que no se asuste, como si salir de casa en pijama a las dos de la madrugada fuera un bajar al parque, a la plaza, sin dejar de hablar asuntos de otras horas. No sabes qué hacer exactamente, no hay orden. Sales corriendo, solo eso. Te recibe la ciudad descolocada, los bares a su ritmo, qué extraños lugares, las gentes que no salen corriendo más que para pillar la próxima dosis o perseguir a la persona amada, los taxis que no cogerás porque aún no sabes dónde te diriges. Solo cuando estás lo suficientemente lejos te paras a pensar quién vive por la zona, a qué puerta puedes llamar a esas horas sin dar demasiadas explicaciones, con un crío en pijama y el terror en tus ojos.
El pasado acaba volviendo cada cierto tiempo. Alguien te lo trae cargado a la espalda y lo suelta en medio del salón donde la música deja de sonar. O abren una puerta por la que se cuelan los días aquellos que crees olvidados, que incluso puede que efectivamente hayas olvidado. O sencillamente una mala noche, un aroma de entonces, aquel barrio que no habías vuelto a pisar. El pasado vuelve y, con él, la evidencia de que el horror nunca desaparece del todo. No desaparece en ti, agazapado, pero sobre todo ahí sigue, existiendo en las vidas de otras.
Esta semana alguien ha abierto esa puerta de mi vida, una de mis vidas. Lo ha hecho sin intención, claro. El pasado de las unas y las otras arrastra en su cola el mío propio, somos instantes encadenados en el tiempo que juegan con las espirales del placer y el terror, memoria y deseo. Entonces, he recordado aquella noche —una, porque hubo varias— en la que, muerta de miedo, agarré al crío en pijama, le eché un anorak sobre los hombros y empecé a hablarle bajito para que no tuviera tiempo de darse cuenta de que en la calle Aribau las gentes se amontonaban a las puertas de un local de ambiente, así los llamábamos entonces, no sé si las cosas siguen llevando aquellos nombres. Le hablaba con los oídos tapados por la presión, sintiendo cómo las palabras se me iban quedando pegadas al paladar, de papel, la lengua seca como una oblea.
Encontramos un piso, la cama de una amiga, cobijo para esa noche. Cuando sales corriendo, lo último que importa es el día siguiente. Todo es inmediato, no hay plan, no hay mañana, no hay razones, solo hay terror.
Con este recuerdo todavía aflojándome las rodillas, me he parado a pensar en todas las mujeres que en este preciso instante se encuentran en esa situación. No me cabe duda de que son miles y miles y miles en España en este momento. Ahora, ahora mismo, mientras lees este artículo, sea por la mañana, tarde o noche, esperando la ocasión para agarrar a la criatura y salir de casa sin hacer demasiado ruido, aprovechando un despiste de la bestia macho, un respiro entre embestida y embestida, el momento en el que se encierra a orinar o a servirse otro trago.
Me he parado a pensar en ellas y he sido como nunca consciente de que en la medida en que olvidamos aquello que sufrimos, dejamos de ver el horror en las vidas del resto. Cuando somos protagonistas de la violencia, la violencia está en el centro. Ay, pero al salir de ahí, dejamos de mirarla. Solo que la violencia no deja de existir, ocupa la vida de otras. Hay que mirarla, estar atenta a eso, atentas a cómo la violencia salta de una a otra, permanece, ser con ellas.
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