Una Rosa Regàs ya octogenaria abre las puertas acristaladas del salón de su masía de Llofriu, en la Costa Brava, las que dan al jardín amplio, a la poza circular que ella ideó como y mandó construir, igual que todo lo que la rodea, según su particular idea del mundo y la belleza. A la izquierda, los olivos; más allá, enfrente, el campo de fútbol familiar y otros campos. Repasa su nómina de árboles y arbustos, recuerda la historia de cada uno, y también todos los matices de la luz. Son las 8 en punto de la mañana de un día fresco, casi frío, del mes de febrero.
Acaba de amanecer, pero el sol aún tardará un rato en asomar. Cruza el porche y baja descalza al césped, como cada día de cada mes del año a la misma hora, cubierta solo con un albornoz blanco. Cuando llega a la poza, se lo quita y se sienta desnuda en el borde. Su cuerpo de ochentytantos mezcla solidez y delicadeza a partes iguales. Vuelve a echar una ojeada alrededor, después mira el agua un momento y se sumerge. Como cada día de cada mes del año a la misma hora.
Ese gesto, cotidiano y tozudo, encierra todas las Rosas: la mujer cuya audacia la convirtió en una editora única, autora singular, pensadora lúcida, una persona extraordinaria en el sentido literal de la palabra; la mujer que ha construido un mundo a base de tesón, constancia y una idea clara de hacia dónde quería dirigir sus pasos. Insobornable, implacable e intolerante ante la estulticia. Un ser humano excepcional, activista sin concesiones, republicana hasta las trancas, luchadora por la memoria histórica en este país desmemoriado... Ese gesto, ese sumergirse desnuda en su poza de agua fría encierra la audacia, la testarudez, la valentía y la libertad de deseo de Rosa Regàs. Pocas veces me he encontrado una forma tan clara de ser en un gesto, creo que ninguna tan inspiradora.
Sentada bajo la sombra de la arcada, la miro y sé que ese baño del amanecer es lo que me ata a ella. Hay gestos que encierran una forma de vida, una memoria y varios campos de batalla. Ese es. Yo no me atrevo a bañarme, no en febrero, no todavía. Tras el baño, volverá al porche avanzando despacio pero con la misma obstinación, se sentará en una de las sillas envuelta en su albornoz y volverá a mirar la luz sobre sus árboles y los montes cercanos, comentará que nada hay más bello que lo que tiene delante y volveré a dudar si es consciente de que está hablando de sí misma. Ella construyó la masía, la amplió, se hizo con campos colindantes, sembró césped, plantó árboles y arbustos, crió animales, cubrió los muros exteriores con esa particular mezcla de la zona que, en la poza y con el sol, parece bronce bruñido y falso verdín.
La miro y todo a su alrededor me dice con voz queda que la cuestión no está en lo que consigues, sino en lo que te atreves a desear. Eso es lo que encierra el gesto de la mujer que me cautiva sin remedio, gesto con poza y masía, con campos y bibliotecas, ese gesto matinal y cotidiano que tiene su contexto necesario, eso encierra, la sabiduría de que, para ser como deseas —en fin, para ir avanzando—, antes tienes que atreverte a desear.
Un día, la escritora y editora Rosa Regàs supo de unos hombres que cada mañana se daban un baño al aire libre, fuera invierno o verano, lloviera o granizara, ellos se sumergían al amanecer. "Si ellos pueden, yo también", se dijo. Y así lo hizo, desde entonces, todos y cada uno de los días de su vida, hasta el final, hasta que ya necesitaba ayuda para cruzar el jardín desde el porche hasta la poza. Hay quien desea ser rica, quien desea ser famosa o acumular victorias, quien desea estabilidad o poder. Rosa Regàs deseó ser lo que era, ser casa y ser jardín, ser árboles, familia y ser palabras, ser obra, pensamiento terco y cuerpo al sol. Se atrevió a desear ser libre de los deseos de otros. Cuando regresa al porche, mojada y sin prisa, sonríe satisfecha, como cada día de cada mes del año a la misma hora. Satisfecha.
Pienso que ya va siendo hora de atreverme a desear mi poza, mi amanecer, mi baño. Y después, sumergirme.
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