Posibilidad de un nido

Entonces regresa el alma al cuerpo

Pixabay.
Pixabay.

Nunca he pensado que el verano sea una vuelta a la infancia, como dicen, pero seguramente es porque yo a la infancia no querría volver y al verano sí, siempre, siempre. A mí me parece que el verano es ese tiempo en el que el alma vuelve al cuerpo, sensación que con la edad se ha convertido en certeza.

Para que suceda lo anterior no importa que no tenga vacaciones. A decir verdad, nunca tengo vacaciones. Tampoco importa que no crea (algunas temporadas funestas me ha sucedido) en la existencia del alma. El fenómeno se produce de todas formas, al margen de lo que yo crea o deje de creer. Tampoco resulta necesario establecer qué consideramos "verano" exactamente, si el tiempo que marca el calendario para la estación, si los meses de julio y agosto, si las fiestas patronales del pueblo o si el magnífico lapso de tiempo en el que el jefe —cualquier jefe y de quien sea— está de vacaciones. El verano es el verano y eso cada una lo sabe sin lugar a dudas.

Entonces, como he dicho, se produce el prodigio del regreso del alma al cuerpo. El alma —llámala como quieras, llámala Inés si prefieres— ha permanecido durante meses, desde el verano anterior, errabunda, deambulando entre el ruido marrón de los días laborables, la idiotez de canales de nuestras vidas, rutinas indumentarias, rutinas informativas, rutinas amorosas, rutinas alimentarias, rutinas económicas, rutinas en general que pertenecen al mundo de las afueras, que es lo contrario del mundo de los adentros. Rutinas durante las que el mundo de los adentros, con amargura imperceptible y tenaz, como la humedad acaba oxidando el borde de la cañería, expulsa al alma. O quizás sencillamente ella sola se aleja, porque, de otra manera, la forma en la que vivimos el resto del año que no es verano nos resultaría insoportable.

Pero a medida que el verano se acerca —alguien puede confundir esto con la primavera, craso error—, la vida vuelve poco a poco a los adentros, y es como un esponjarse, un ir haciéndole hueco al alma ante su regreso cierto. Digo que puede confundirse con la primavera porque comparten cierta jovialidad y una sutil propensión a la melancolía autocomplaciente. Pero la primavera nos explota hacia afuera, justo lo contrario de lo que sucede en verano, cuando por fin regresa el alma al cuerpo.

Y su regreso se nota, vaya si se nota. Se nota en la lectura constante y sin voracidad, en la contemplación de los insectos, en la inutilidad de los zapatos y en esta oposición divina y terca contra la rutina, todas ellas.

Entonces, hay un día, un instante dichoso más bien, en el que creemos vernos en los ojos de otra, o en el aroma del aligustre, en el mar por la tarde, en unos primeros acordes, en la plata del lomo de una sardina. Se trata de una sensación física, parecida al vértigo pequeño de las caricias nuevas o el reconocimiento de un verso. Sentimos que sabemos quién somos, y que somos las mismas. Ese, ese instante exacto y preciosísimo es ni más ni menos que el momento en el que, como cada verano, regresa el alma al cuerpo. De tan efímero, se olvida casi inmediatamente, pero merece la pena permanecer atenta para ver si este verano, por fin, lo cazas al vuelo.

Más Noticias