Escucho en la SER, en Hoy por hoy, un fragmento de la larga entrevista que José Luis Sastre le ha hecho este verano a Manuel Vicent y que van ofreciendo troceada. Hay un momento en el que el escritor explica que llora habitualmente. Habla de la radio que había en su casa y de que la música que escuchaba al principio era "la que salía de ahí, la copla, los boleros...", a lo que añade que "los boleros son la violencia de género bailable". Después de pasar por el jazz, afirma: "Ahora me pongo música por las tardes para llorar". Sastre se sorprende: "¿Para llorar?". Vicent contesta: "Sí, a mí me gusta llorar por la tarde". Detalla que le gusta llorar, alude a la nostalgia, a Duke Ellington y a Chet Baker, y concluye: "Lloro porque veo que el mundo se acaba". Preguntado, responde que el que se acaba es su mundo, "a mí el otro mundo ya no me interesa nada".
Caí este viernes pasado en esta pedazo de conversación y, al oírla, tuve la tentación de pensar que a mí me pasa lo mismo. El verano es momento de nostalgias, sobre todo a cierta edad. El viento salado del mar resulta traicionero porque carga adolescencias, juventudes, besos, bronces de otras épocas. Sin embargo, noté una distancia entre lo que yo siento y lo que percibí que siente el escritor. Le estuve dando vueltas un rato, rumiando sobre qué mundo acaba, qué mundo empieza, qué mundo permanece sólido e inalterable. Porque yo también tengo tendencia a embelesarme en nostalgias, pero son de un mundo propio, íntimo. Así que caí en la cuenta de que el mundo que se le acaba al escritor, el otro, el común, a mí no me gustaba. Yo nunca estuve cómoda en el mundo de los señores de las letras, los señores del pensamiento, los señores de la comunicación, los señores de la bohemia, los de la música y el cine. Los señores, en definitiva.
El mundo que, efectivamente, alguien puede ver que acaba, arrastra en ese acabarse un lugar donde las mujeres apenas teníamos voz. Eso sí, teníamos cuerpo, y con él, si era lo suficientemente joven, lo suficientemente audaz, podíamos andar zascandileando por ese lugar que era el mundo de ellos, para ellos, a su medida y para su tranquilidad. Ah, el solaz de los hombres en ese mundo que va cediendo, qué bien lo conocí, qué joven era. Todavía, en algunas noches, y porque ya no cedo a la ebriedad, se me hace un charquito de añoranza menuda aquí dentro que tarda un minuto en evaporarse. Pienso en las tertulias, los círculos literarios y periodísticos, los artísticos y musicales, pienso en esa forastera que fui yo pisando casa ajena. No, no echaré de menos aquellos tiempos aunque lo que llegue duela.
Comprendo la nostalgia de la comodidad, de la camaradería o la amistad, de las certezas y esa paz que dan las cosas que no cambian. También entiendo que la nueva voz de las mujeres, esta nueva forma de relatarnos que nos lleva a señalar, denunciar, hacer público lo vivido, entiendo que esa voz resulte molesta, engorrosa, a una parte de la población, sobre todo masculina. No estoy hablando ya de Manuel Vicent, sino de mis propios pensamientos. También asumo que, si no todo, nuestro nuevo contarnos dinamita parte de un mundo que para muchos resultaba placentero.
Luego escucho que el Gobierno afgano ha prohibido el sonido de la voz de las mujeres en público. En esa prohibición están el cuerpo, o sea, la voz de las mujeres, y también está el trazado de una frontera clara, brutal, entre el espacio público y el privado, y cuál es el que pueden/podemos ocupar. De tan atroz parece una fábula siniestra. Es entonces cuando pienso que hay cosas que no cambian, es más, que se van erizando hasta lo insoportable.
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