Me he casado con una mujer y hemos decidido vivir juntas. Esto, que parece una afirmación perteneciente al ámbito de lo estrictamente íntimo, no lo es en absoluto. Para empezar, porque somos un matrimonio compuesto por dos personas del mismo sexo, y hasta hace nada es algo que resultaba imposible. Hace solo un poquito más, podríamos haber dado con nuestros huesos en la cárcel, o al menos en una comisaría, por el simple hecho de besarnos en público. Y qué rico es besar a tu mujer en público. Todavía hay quien, no pocos, no pocas, nos mira con reproche; todavía hay enormes zonas oscuras en esta sociedad donde eso es razón suficiente para la violencia.
He vuelto a ver con mi hija (2008) la película de Isabel Coixet Elisa y Marcela: la historia real de dos maestras gallegas (Marcela Gracia Ibeas y Elisa Sánchez Loriga) que se casaron por la Iglesia en 1901. Sentía curiosidad por ver cómo reaccionaba ella ante la narración. "No entiendo por qué les hacen eso, no entiendo por qué pasa", dijo al terminar de verla, y su cara era un retrato verdadero de la perplejidad. No es que ella, a sus 15 años, ignore la homofobia que campa a sus anchas sobre todo en ciertos ambientes, entre otros el escolar —uno de cada cuatro jóvenes LGTBI sufre violencia ante la inacción de los centros escolares—, sino que no le cabe en la cabeza que la homosexualidad fuera un delito. Lo siente como si comer magdalenas o escribir a lápiz lo fueran.
Sentí su incomprensión como un triunfo, una victoria de quienes durante décadas han peleado y peleamos en España por los derechos del colectivo LGTBIQ+. Pero no hay más que ver la postura de ciertos sectores del feminismo y de gran parte de la sociedad ante las mujeres trans para comprender todo lo que nos queda por luchar. También sentí en la espalda el latigazo del vértigo ante lo que puede volver. No hay frase más idiota que aquella de "esto no tiene vuelta atrás". Sentí lo mismo, pero a lo bestia, con el lesbicidio de Pamela Cobbas, Mercedes Roxana Figueroa y Andrea Amaranteen en Buenos Aires el pasado mes de mayo. Quemaron vivas a cuatro mujeres por ser lesbianas, únicamente por eso. Solo una, Sofía Castro, sobrevivió. Eso es Milei. Y aquí, en España, los palmeros del presidente argentino siguen multiplicándose. Ahí está, sin ir más lejos, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, arquitecta siniestra de una sociedad esencialmente clasista y racista de la que he decidido alejarme.
Podría no haberme casado con mi mujer. Podría no contarlo hoy aquí. Podría parecer un tema que ya forma parte de nuestro pasado, que ya está muy dicho, muy trillado, que estamos en la siguiente pantalla. No lo creo. Mi mujer y yo teníamos ya una relación estable, cada una en su casa, sin vínculos legales, eso que se aplaude ahora en desde algunas tribunas y resulta, para empezar, económicamente impracticable. El "tú en tu casa y yo en la mía" sirve para las parejas de una clase muy determinada que pueden mantener dos viviendas, pagar dos alquileres o hipotecas y sus correspondientes suministros. Aquí y ahora no sé cómo lo hacen, porque confieso que a mí me resulta imposible.
El hecho de casarme con mi mujer y la decisión de vivir juntas son dos acciones políticas y económicas. Yo, mujer, amo a otra mujer y me caso con ella, para empezar, porque puedo, porque en este país hay una ley que lo permite. Y dejo aquí constancia porque quiero que se sepa. También lo hago porque los derechos, igual que lo público, están para usarlos, hacerse con ellos, para hacerlos crecer y que cundan. Cada espacio que no usamos, que desatendemos, es un espacio que tiende a desaparecer. En todo momento soy y he sido muy consciente del carácter político de mi decisión.
En cuanto a lo económico, empiezo a estar un poco harta de la peregrina idea de que, en esta sociedad, dos personas pueden mantener dos pisos y qué alegría vivir separadas. Dos personas, dos techos, una en cada uno. ¿Cuántas personas pueden permitirse eso hoy en España? ¿Qué tipo de personas? ¿De qué edad y condición? En un alarde de yo qué sé qué, cuando me separé de mi último marido declaré que no volvería a compartir piso con ninguna pareja. Pues bien, no solo comparto piso y vida, sino que mis días han dejado de ser una lucha en la selva de los alquileres de Madrid, una carrera desasosegante por llegar a fin de mes. No se harán artículos sobre este asunto, porque —vete tú a saber por qué, ¿verdad?— andan los medios glosando la virtud de tener un pisito tú sola, otro tu pareja y un tercero, si eso, para la mascota. Sirvan, pues, estas líneas.
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