El sector de la Educación Pública convoca una manifestación en la Comunidad de Madrid para protestar por los recortes, y una siente que tiene que acudir, que resulta imprescindible. Porque, de no hacerlo —de una manera algo difusa—, te conviertes en cómplice. Donde pone Educación podría poner Sanidad pública, tala de árboles en la capital, precio de la vivienda, limitación de los pisos turísticos, estado de la recogida de basuras, recorte de las libertades, crecimiento de la impunidad en los delitos de odio, privatización del espacio público...
La Comunidad de Madrid, con Isabel Díaz Ayuso al frente, y el Ayuntamiento de la capital, con José Luis Martínez Almeida, se han convertido en dos ejemplos de cómo utilizar la política para envilecer a una sociedad, en sentido amplio, general. Se trata de algo tan aparentemente sencillo como desplegar tantos atropellos contra la vida digna de las personas, tantísimos, que a la población le resulta imposible dar abasto a la hora de responder a todos. Literalmente imposible. No es extraño el fin de semana en Madrid en el que una tiene que elegir entre varias manifestaciones, todas ellas urgentes, todas pertinentes.
Madrid es el mejor laboratorio del mal, con unos modos que inmediatamente han copiado comunidades autónomas como la Comunitat Valenciana, Aragón, Extremadura o las Illes Balears en cuanto el PP ha subido al poder, apoyado en el indeseable pilar de Vox. En todas ellas, la estrategia llevada a cabo en Madrid, está funcionando como se esperaba. El resultado es una población abrumada por la avalancha de acciones contra el bien común, en favor de los sectores más ricos y castigando a los más desfavorecidos. Se produce, entonces, una especie de "colapso social", algo parecido a encontrarte en un cruce de caminos en mitad de una tormenta eléctrica y en medio de un bosque oscuro. El resultado es la parálisis de una parte importante de la población, y el agotamiento de los sectores que siguen movilizados, que a la vez empiezan a acusar la sensación de ser siempre las mismas personas, la soledad grupal.
Todo lo anterior consigue convertir a amplios sectores de la población en cómplices de abusos y tropelías. Parecería que quien no protesta, acata; quien no se manifiesta contra el avasallamiento, participa de él, colabora. Son los sectores que van cayendo en la perplejidad y la desafección. Cuando las políticas llevadas a cabo favorecen el bien común, reducen las desigualdades, generan bienestar para las mayorías, las sociedades tienden a participar y también a sentirse partícipes de tales logros. Cuando sucede lo contrario, como en el caso de Madrid —ciudad y comunidad autónoma—, algo se enquista en las vidas de la ciudadanía, porque forman parte de ello, quieran o no.
A veces nos preguntamos por qué las fuerzas políticas que favorecen a unos pocos, unas pocas, consiguen hacerse con el poder por mayoría absoluta. Envilecer a la sociedad, obligarla a participar de los atropellos de gobiernos elitistas, clasistas y despóticos, es el primer paso.
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