Posibilidad de un nido

Han llegado las ratas

Han llegado las ratas
'Colas del hambre' en Madrid. Alberto Ortega / Europa Press

Hay momentos que no se pueden describir con datos, para hablar de ello solo queda acudir a un cúmulo de sensaciones, al olfato, a la evidencia de cómo van difundiéndose aquí y allá relatos parecidos. No sabemos que se extiende la peste, pero en el rellano de la escalera hemos encontrado una rata muerta, y otra cerca del mercado, y no es habitual encontrar dos ratas muertas en tan poco tiempo. A eso me refiero.

Recuerdo que después de los Juegos Olímpicos de Barcelona se puso de moda entre los socialistas ricos de la ciudad referirse a la melancolía. Había que huir de ella, "no caer en la melancolía" se convirtió en un mantra. La RAE la define como "Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada".

Yo no usaría en este caso los términos "gusto" y "diversión", sino más bien fuerza, empuje, aguante, razones para luchar contra el estado de las cosas. Pero sí aprecio esa tristeza sobre todo "profunda" y "permanente" en muchos de los sectores sociales con los que me relaciono: el laboral, el de los movimientos feministas, el literario, el de las relaciones sociales más básicas. Y en mí misma.

Vivimos uno de los momentos más embrutecedores de la historia reciente. Hablamos de la extrema derecha como posibilidad de Gobierno; hemos admitido que la mitad de la población de nuestro país no pueda alimentarse de la manera que considerábamos óptima para la salud; nos hemos acostumbrado a la mentira procedente de los medios que en principio deberían informarnos; vivimos pastillita a pastillita el enorme aumento de las enfermedades mentales, alarmantes sobre todo entre los jóvenes... Pero sobre todo hay dos extremos que, pese a fingir lo contrario, hemos tapado como si no hubieran sucedido o sucedieran.


El principal es el hecho de haber vivido una pandemia con millones de muertos que ha encerrado durante meses a las sociedades del mundo entero. ¿Cómo es posible que no nos hayamos detenido a asimilarlo? ¿Cómo que, al día siguiente, hayamos retomado la que venía siendo nuestra vida "habitual", así sin más? Les bastaron 24 horas para que toda la población se recluyera aterrada en sus domicilios y durante más de dos años hemos vivido con la cara cubierta por mascarillas, hay quien no dejará de hacerlo, temiendo cualquier contacto con nuestras semejantes.

El segundo extremo alarmante se encuentra en el medio ambiente. Ahora ya nadie puede negar lo que se ha venido llamando el cambio climático, ni que las ciudades y nuestra forma de habitarlas no pueden durar mucho. Este mismo verano asistí a la conversación entre dos matrimonios del mundo literario. Uno de ellos había decidido hace un par de años vender la casa que tienen en la Sierra madrileña por asuntos relacionados con su edad, lo escarpado del territorio, las escaleras del inmueble y asuntos que bien conocen quienes llegan a cierta veteranía. El asunto que me interesa es cómo se estaban "replanteando" la decisión de trasladar su segunda residencia a Cádiz. La costa gaditana ya no les parecía un lugar seguro. "En cuanto suba el nivel del mar, esas serán las primeras zonas que se aneguen", decían, y cosas así. Me impresionó la naturalidad con la que ya habían asumido que una parte de la costa se va a hundir, pero sobre todo su forma de no darle más vueltas. Vamos a soportar temperaturas de 50 grados, van a desaparecer poblaciones enteras bajo el agua, nos estamos hundiendo bajo nuestros propios deshechos y nuestra mayor preocupación es no pensar en ello.

La confluencia de todos los factores anteriores ha sumido a la parte de la sociedad que suele luchar por el bienestar común en una especie de perplejidad poblada de ratas muertas. Y lo peor de esa melancolía está en la propia definición de la RAE cuando la tilda de "sosegada y permanente". Eso, y las ratas vivas que la contagian a fuerza de mentiras, pobreza, racismo, fascismo. La enfermedad de la violencia económica, o sea política, avanza ante el pasmo paralizante de la melancolía, que, por supuesto es difícil de medir, pero a menudo basta con mirar alrededor.


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