Posibilidad de un nido

La vida en los adentros

Pixabay.
Pixabay.

Todas tenemos los adentros, los afueras y una brecha. Y yo, como todas. Seguramente, también como todos. Antes solía vivir en los adentros. Afuera sucedían las cosas, que generalmente iban a parar al interior, donde residen las certezas y las dudas, el dolor, el gozo, la memoria, mis mentiras y construcciones de mí misma. Lo que soy y el silencio. En las afueras está el ruido por el que cada vez más nos deslizamos sin que nada pase de la superficie más oleosa, mucilaginosa.

A la brecha yo la llamo el daño. Todas tenemos un daño. Y yo, como todas. Seguramente también como todos.

Vivimos hacia afuera con una máquina en la mano, comunicando, enviando y recibiendo mensajes que rebotan contra esa capa gaseosa, resbaladiza. Llegan y pasan y ya no están. Algo sucede y la primera reacción es cómo comunicarlo, cómo contarlo hacia afuera, generalmente sin tiempo interior, desde luego sin la maceración que merece.

Desnutridos, escuálidos, los adentros van perdiendo consistencia. Sin embargo, somos los adentros. Eso soy. Me lo repito porque no quiero olvidarlo.

Me detengo en este momento de mi vida en el que los territorios exteriores me van acostumbrando deprisa, deprisa, al resbalar de pensamientos y emociones. Me detengo hoy, a punto de cumplir los 55, y me recojo. Recupero la certeza de que todas tenemos un daño. Lo busco. Sé que por esa brecha se ha colado y se colará todo lo tóxico en mi vida, durante nuestras vidas, en general. Si algo o alguien, persona, estructura, costumbre, algún mal, decide destrozarte, buscará tu brecha, el lugar de tu debilidad, y allí se hará fuerte. Así que localizo mi brecha y a ella me agarro para regresar al silencio boscoso de mis adentros. Cuánto abandono ahí dentro, cuánto ruido sobre ruido sobre infecciones superpuestas.

Esta forma de desatender nuestros adentros, esta forma precipitada de vivir hacia afuera que se nos ha ido imponiendo, encierra una trampa que nos deja indefensas, indefensos. Quien pierde de vista su brecha, el daño, verá pasado el tiempo todo lo que por ahí se ha ido colando. Siempre hay algo, alguien, construcción o persona, que descubre nuestra más íntima debilidad y nos desarma. Sucede lo mismo como sociedad, como grupo humano. Tanto ruido, tanta nada, tanto mensaje apremiante, tanta exigencia de respuesta inmediata.

Antiguamente, cuando una quería olvidar, dejarse ir, evitar los adentros –no son tarea fácil—, se aturdía a base de cualquier sustancia ilegal o legal e incluso prescrita por el facultativo de turno. Hoy basta con seguir resbalando por las superficies constantes, los lugares del ruido sin descanso, la nada correosa en la que pasamos nuestros días.

Pero decido detenerme. Hágase el silencio. Entro. Prescindo de las máquinas y entro. Me saludan los tiempos sin llamadas de atención, sin apremios de respuesta, sin invasión del tiempo íntimo. Me saluda mi daño. También nuestro daño común.

Recuerdo que Manuel Vázquez Montalbán, en otra de mis vidas, me dijo que después del tiempo del deseo, llega el tiempo de la memoria. Quizás sea eso. Me alegra comprobar que, aun llena de magulladuras y ponzoñas, sigue habiendo vida en los adentros.

Más Noticias