Cuarto y mitad

Inquisidores postmodernos

Últimamente estamos asistiendo a una creciente intolerancia ante el pensamiento no compartido. Cuando una persona manifiesta una idea con la que coincidimos, nos apresuramos a aplaudirle, a pinchar en el like si es a través de las redes sociales o a adherirnos con comentarios elogiosos. Pero si el pensamiento expresado no es de nuestro agrado, nos apresuramos a catalogarlo como discurso del odio, con lo cual estamos esparciendo entre los demás -que puede que no hayan leído el comentario original ni lo vayan a hacer- una actitud prejuiciosa ante la persona que argumenta su postura.

Creo que una cosa es cometer un delito de odio, que según el Ministerio del Interior es cualquier infracción penal contra una víctima que se elige por su pertenencia a un colectivo concreto, (origen étnico, marginalidad, orientación sexual, discapacidad, pobreza, etc.), que está muy bien que se penalice, y otra cosa es deducir que una reflexión que cuestione cualquier asunto de carácter público es mostrar odio o animadversión hacia un colectivo determinado.

Así, si una persona cuestiona el sistema prostitucional se desprende que está contra las prostitutas; si argumenta contra los vientres de alquiler se deduce que odia a las criaturas así gestadas, o a las personas que se han prestado a ello; si critica la flotante identidad de género o defiende el sexo biológico como determinante de la subordinación femenina se la cataloga como transexcluyente; si pone el acento en los límites que impone el islam a las mujeres se deduce que es islamofobia, si argumenta contra la inmersión lingüística se desprende que está contra la lengua catalana, y así podríamos seguir poniendo ejemplos de lecturas aberrantes de lo que no son más que exposiciones argumentadas de algunas posturas legítimas. Para ello muchas veces se tergiversa lo argumentado, o se sacan de contexto frases o expresiones, o directamente se llama al boicot contra la persona que se ha atrevido a manifestar una opinión razonada.

He leído muchos textos con los que no estoy de acuerdo, que me irritan, me enfurecen o me sacan de mis casillas, pero no por ello considero que estén expresando odio contra grupos o colectivos. Ante estas situaciones una posibilidad es ignorar lo escrito, pues no hay mayor muestra de desprecio que el desdén, o si tenemos tiempo y ganas contra argumentar lo expuesto por la persona que se manifiesta públicamente.

Todo menos deslegitimar sus razonamientos tachándolos de discurso del odio, lo cual no es ni más ni menos que pereza o incapacidad intelectual revestida de una insufrible superioridad moral con la que queremos mostrar que somos mejores que los demás. Y así, queriendo o sin querer, azuzamos el linchamiento público de personas que no han hecho más que utilizar su libertad de expresión y que ni siquiera han sido leídas por los nuevos inquisidores.

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