Culturas

Segundos fuera

YO TAMPOCO ENTIENDO NADA // CAMILO JOSÉ CELA CONDE
El inmueble más caro del mundo, el de mayor precio al menos entre los que están en venta, es el castillo de Drácula. Pertenece a un Habsburgo, faltaría más, miembro de la realeza rumana, y el caserón anda en almoneda por aquello de que ya no se respeta nada. Pones sobre la mesa unos míseros sesenta millones de euros y puedes volverte el dueño de los pánicos más memorables. Una ganga.

El precio de los recuerdos
Poseer un castillo en los Cárpatos supone una pasada, bien es verdad, pero el valor de la mansión en venta no lo fijan ni sus almenas ni sus muros sino el hecho de que el príncipe Vlad, la figura histórica a la que se vincula la leyenda del conde Drácula, pasó allí un par de noches seis siglos atrás. Eso da lugar a que toda una riada de turistas llegue hoy hasta el condado de Brasov en busca del verdadero espíritu de Transilvania.

Glorias comparadas
Pero la cuestión crucial en esta historia no tiene tanto que ver con los vampiros antiguos como con los chupasangres contemporáneos. Si el de Drácula es el segundo edificio más caro del mundo, ¿cuál será el primero?

La respuesta estremece: se trata de una casa de Beverly Hills que hizo construir William Randolph Hearst. ¿Habrá prueba mejor de que la divina providencia existe y, además, cuida con esmero los detalles? El ciudadano Kane, nazi convencido que fue, muñidor de la guerra de Cuba gracias a su idea de montar un atentado falso contra el Maine, compone como pocos la figura postmoderna del vampiro mediático. Murió hace medio siglo en la misma mansión que ocupa hoy el primer lugar del mundo en cuanto a su precio de venta. Pero allí no se forman, ¡ay!, colas de turistas para rememorar la bola de cristal llena de copos de nieve que imaginó Orson Wells como metáfora del poder y el desengaño. Ni siquiera hacen falta.

Heil Barbie
Muchas moralejas pueden deducirse del episodio de las casas en venta. Me quedo con la más obvia de todas: puestos a dar miedo, no hay nada mejor hoy que la estética barbie trasplantada desde el barrio emblemático de Hollywood a cualquiera de los templos de los horrores contemporáneos. Vlad era compasivo con sus víctimas: se limitaba a empalarlas. Que te obliguen encima a disfrazarte de Georgie Dann para apurar las heces de la ceremonia es un refinamiento de la tortura que debería figurar en la nueva historial universal de la infamia.

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