Culturas

Semana Santa

CON CEDILLA// SEBASTIÀ ALZAMORA 

Me encanta la Semana Santa, qué quieren que les diga. Supongo que una educación católica siempre pesa por mucho que uno no quiera, pero si ese uno tiene recuerdos vívidos en que se ve a si mismo recibiendo (por iniciativa de mis dilectos profesores de lo que entonces llamábamos EGB) una cruz de ceniza en la frente en ocasión del Miércoles de ídem; absteniéndose de comer carne (para un mallorquín como un servidor, eso incluye dramáticamente la sobrasada) durante los viernes de cuaresma, para después desembocar en la gloriosa felicidad de las panades -una pasta salada de forma redonda, rellena de carne de cordero, guisantes y algo de magro de cerdo, de origen claramente judío: bien doradas, constituyen un manjar espléndido-; o asistiendo ansioso (porque repartían confits, unos excelentes caramelos a base de azúcar y anís) a las procesiones de los multicolores nazarenos, pues difícilmente va a poder evitar un curioso confort cuando siente que se acercan estas fechas. Además, la Semana Santa coincide siempre con la llegada o el inicio de la primavera: tiempo de renacimiento que contrasta con la dureza y la oscuridad de la fiesta religiosa que se celebra. Una delicia, vamos.

Hallazgo estético
Pero en fin, si me gusta tanto la Semana Santa supongo que es debido precisamente a esa dureza y a esa oscuridad, que me parecen todo un hallazgo estético -al César lo que es del César- por parte de la Iglesia católica, apostólica y romana. Del mismo modo que las Navidades son de un cursi que echa de espaldas (a fuerza de años he terminado por reconciliarme también con esas fiestas, pero eso no quita que sean una terrible horterada), la Semana Santa, en cambio, es puro nervio trágico, algo auténticamente impresionante por poca atención que se le preste. Es una de las escasas celebraciones, acaso la única, en que la Iglesia mantiene lo mejor de sí misma, que por supuesto es el espíritu anterior al Concilio Vaticano II: cantos graves, reflexión sobre la muerte, oprobio del Mesías, conciencia del dolor inherente a la condición humana, mucho temor de Dios y una esperanza de resurrección. Muchos dirán que eso es represor y oscurantista, pero eso es porque se limitan a juzgar un ritual atávico desde parámetros que no le corresponden en absoluto. ¿Represor y oscurantista? Quizás, pero, para los que son creyentes, es un fundamento principal de su fe -algo que se tiene o no se tiene, y sobre lo cual, por lo tanto, resulta superfluo discutir. Y, para los que carecemos de fe y de creencias, algo que siempre vale la pena contemplar y tratar de entender.

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