Posos de anarquía

Que no nos alcance la cotidiana indiferencia

Refugiado

La fotografía del cadáver boca abajo de un niño en las costas turcas sobrecogió al mundo entero. Se llamaba Aylan y su cuerpo sin vida golpeó todas las conciencias con el drama de los refugiados, como si las imágenes que habían desfilado previamente ante nuestros ojos, esas en las que un padre carga con su niño, esas en las que decenas de personas se arrastran bajo las concertinas y corren como alma que lleva el diablo con el terror desfiguarando su rostro, no tuvieran entidad suficiente para sacarnos de nuestro ensimismamiento.

La crudeza de una vida inocente tan joven -tenía tres años- arrancada de cuajo es mucho más impactante, nos remueve las entrañas, despertándonos de esa cotidiana indiferencia que hace tanto tiempo que se apoderó de nuestro ser. La imagen de un niño muerto o sufriendo es mucho más poderosa que la de una decena de cadávares adultos, porque representa la inocencia en estado puro, porque de un solo golpe de vista llama a nuestra mente al pasado, a nuestra feliz infancia; al presente, a nuestros hijos; y al futuro, el que Aylan ya no tendrá.

Sucede con los bombardeos de Gaza cuando vemos a unos pequeños ensangrentados caminando descalzos entre los escombros, con los niños saharauis cuando sus ojos negros nos miran con ternura desde lo más recóndito de la Hamada; con los sintecho que con su botella de agua y jabón salpican nuestro parabrisas para ganarse unas monedas.

La imagen de Aylan inundó las redes sociales de comentarios indignados, de declaraciones de hastío a la condición humana, de asco por la ruindad de unos dirigentes a los que nosotros hemos sentado en sillones de cuero. Aylan, ya muerto con los pulmones encharcados en agua salada, se coló en nuestras mesas, en nuestros bares, en ese viaje de transporte público que nos conduce de vuelta a casa. Aquella orilla turca, aquellas olas alcanzando intermitentemente el cuerpecito de Aylan hasta que era levantado y llevado como un fardo inerte, hizo que la crisis de refugiados explotara en mil pedazos en nuestro interior, llamándonos a la acción.

La imagen de Aylan me resultó tan poderosa como aquellas primeras fotografías que en los 80 comenzaron a difundir las ONG, aquellas de niños africanos tan delgados que pareciera que sus bracitos se fueran a quebrar, con sus pancitas hinchadas de puro vacío, con las moscas cubriéndoles el rostro sin que tuvieran energía para poder espantarlas, porque el hambre ya había apagado sus fuerzas...

Esas imágenes de lo que entonces se llamaba 'Tercer Mundo' se utilizaron durante mucho tiempo para sensibilizar del hambre en aquel rincón olvidado del mundo. Y surtió efecto durante una buena temporada y las donaciones se incrementaron de manera proporcional a los torniquetes que nos aplicábamos para frenar nuestra hemorragia de vergüenza. Pero aquello sólo duró un tiempo y, poco a poco, en silencio y sin percatarnos de ello, un buen día se esfumaría, un buen día volvería a conquistarnos la indiferencia cotidiana que engulle las conciencias.

Llegaría un momento en que ni siquiera nos sorprendería descubrirnos zapeando en la televisión, dejando atrás aquellas imágenes del niño etíope como quien pasa un anuncio de detergente, sin detenernos a verlas, sin conmovernos, sin que nuestro corazón se detenga unas décimas de segundo y el estómago se nos haga un nudo, nada. Llegaría un día en que aquella tripita hinchada, aquel puñado de moscas formarían parte de nuestro álbum diario, asumiéndolas como una parte más de nuestra realidad, de esa tan lejana sobre la que nos autoconvencemos de que nada podemos hacer que nada terminamos haciendo, ni siquiera pensar.

Que no suceda eso con la imagen de Aylan, que esa indiferencia cotidiana no nos envuelva de nuevo con una pátina impermeable que repele el sentimiento de culpa, de vergüenza, de indignación por no exigir a quienes nos gobiernan que dejen de ser cómplices homicidas. Que nunca dejen de sentir el vómito a las puertas así que vean un millón de veces a Aylan, que no dejen de apretar los puños, de tragar saliva cuando escuchen a los políticos tratar las vidas humanas como números en listados, con sumas, restas y divisiones que no tienen cabida en una cuenta suiza y, como tales, poco o nada les importan.

Que no suceda eso, aunque sólo sea por puro egoísmo, porque la vida es tan puta y esta crisis estafa nos lo ha demostrado a todos, que el día menos pensado nosotros mismos podemos ser esa imagen que ya no cuenta, esa visión que la indiferencia cotidiana de los otros codifica y camufla entre anuncios de detergentes. Que no suceda eso.

 

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