Ayer conocíamos que Juan Carlos I, que por decisión del Gobierno conserva el título de rey (emérito), es corrupto. Moralmente, sabíamos que revuelve las entrañas por mucha presunción de inocencia que se mantenga, pero desde ayer el Borbón mismo se encargó de reconocer que cometió un delito fiscal y, para vergüenza de cualquier demócrata, nuestro presidente Pedro Sánchez no tuvo el coraje de señalar su comportamiento mezquino.
La regularización fiscal del emérito supone el reconocimiento de que entre 2016 y 2018 robó a toda España. Cometió un delito, aunque acogiéndose al derecho que tiene cualquier contribuyente, no será juzgado por ello. Esta reflexión es a la que se aferran sus defensores, desde la derecha a la extrema-derecha y los que dicen ser de izquierdas, como el PSOE.
Sin embargo, el asunto tiene trampa: que Juan Carlos I haya tenido la posibilidad de regularizar su situación fiscal se debe al hecho inaudito de que la fiscalía no lo hubiera imputado pese a que la prensa ya había realizado la investigación, el trabajo que la Justicia no hace, y el delito era público. ¿Se imaginan algo parecido con un ciudadano o ciudadana de a pie?
La irritación que provocaba el modo en que el Gobierno tira balones fuera para seguir protegiendo al monarca ha pasado a la crispación, a la indignación y a la vergüenza. Desde la óptica ética y sin ni siquiera mancillar la presunción de inocencia sobre la larga lista de corruptelas que se ciernen sobre el Borbón, conocer su adulterio continuado y patológico y que él mismo admitiera su elusión de impuestos recurriendo a paraísos fiscales hacen de Juan Carlos I un personaje nauseabundo, cuya imagen no mejora con el barniz de la Transición aplicado sobre el favorito de Franco.
Pedro Sánchez y, por tanto, el Gobierno continúan fieles a su hipocresía, mirando para otro lado, cobardes sin tener el cuajo de admitir que nuestra monarquía está podrida. Juan Carlos I forma parte esencial de nuestra monarquía parlamentaria, su pasado y presente como emérito así lo atesoran. A pesar de ello, Sánchez continúa con su ejercicio de cinismo, hablando de llegar hasta al final de la investigación del emérito al tiempo que en el Congreso veta cualquier intento de arrojar transparencia sobre la monarquía.
En mitad de la ciénaga en que se ha convertido la Casa Real, Felipe VI calla, como siempre ha callado en cualquier tema espinoso que se le presenta, como las ansias golpistas del fascismo latente en nuestras Fuerzas Armadas. Su padre hace gala de su bajeza moral y sensación de impunidad y pretende volver a España por Navidad, lo que sin duda le deparará merecidísimo abucheo.
Pedro Sánchez se aferra a la narrativa de que "la monarquía no está en peligro" del mismo modo en que por las fechas que se aproximan el niño que crece niega que los Reyes Magos son los padres, pero lo cierto es que la voladura controlada de esta institución está teniendo lugar desde dentro y, cuanto más lo niegue, mayor descontrol tendrá esta explosión en mil pedazos.