La ONG Transparencia Internacional nos vuelve a sacar los colores. Aunque el CIS eliminara la pregunta explícita sobre la corrupción en 2020, lo cierto es que la percepción al respecto empeora. Por segundo año consecutivo caemos un punto en el ranking de la ONG; no es mucho, cierto, pero como precisan los expertos, lo realmente preocupante es la tendencia negativa, alzándose como "clara señal de riesgo y peligro de seguir descendiendo".
Si se repasa el CIS, se puede deducir que la preocupación de los españoles y españolas por la corrupción está muy lejos de los máximos históricos vividos durante el Gobierno de Mariano Rajoy. Sin embargo, en el estudio que realiza Transparencia Internacional, España se mueve en la liga de países como Botswana, Cabo Verde y San Vicente y las Granadinas, ocupando el puesto 35 de 180 países. Si nos circunscribimos a la Unión Europea, resulta desolador ver que ocupamos el puesto 14 de los 27 estados miembros, por debajo de países como Portugal o Lituania.
La noticia no es casual y se produce apenas un mes después de que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) le pegara un buen tirón de orejas a España por su bajo resultado en la lucha contra los sobornos a funcionarios extranjeros, instando a nuestro país a regular con urgencia la protección de los denunciantes y a ampliar el periodo de prescripción más allá de cinco años.
Son síntomas que revelan una enfermedad que se ha comido la masa muscular de España, la riqueza que con tanto esfuerzo genera la clase obrera -y no sólo el empresariado, como quiere hacer ver interesadamente algún lumbreras-. Nos deja en los huesos. Allá donde miremos, los síntomas aparecen: el mismo día que caemos por segundo año en la percepción de la corrupción, se celebra el juicio por una pieza de la trama Gürtel que juzga hechos producidos en 2009. El juicio en el que el expresidente valenciano Francisco Camps perdió los nervios, llamando a gritos "hijo de puta" a Francisco Correa por haberle señalado como pieza clave de la trama, puede utilizarse como radiografía de una práctica mucho más habitual de lo que pueda parecer.
La corrupción se ha instalado de manera absolutamente transversal en todos los niveles de la Administración Pública de las más variopintas formas, con sobres bajo cuerda, comisiones, enchufes, particiones de contratos, adjudicaciones a dedo... Incluso en los niveles más bajos de la Administración, como son los ayuntamientos, el tufo a corrupción lo inunda todo. Quienes nos movemos en esa órbita municipal asistimos con tristeza al modo en que se ha normalizado esa corrupción.
Desde el punto de vista de la oposición, poco o nada se hace por combatir esta lacra, a pesar de que con la información a la que tiene acceso sería relativamente sencillo probar cómo se asignan plazas de policía local de manera arbitraria, se conceden subvenciones públicas sin convocatoria ni publicidad o se escapa a chorros el dinero público en adjudicaciones públicas a dedo. Esa pasividad de quienes están en primera línea termina por contagiarse a la sociedad, generalizando con el mantra de "todos son iguales" y obviando a la otra parte de la corrupción: el empresariado.
Quienes miran para otro lado, quienes en sus campañas electorales no hacen balance de sus acciones contra la corrupción y no incluyen una batería de medidas para acabar con ella no contribuyen a mejorar nuestra higiene democrática. Mirar de frente a quien normaliza la corrupción es casi tan importante como mirar a los ojos al corrupto y, entonces, valorar si nuestro voto es digno de alguno de ellos.