En mitad del ensordecedor ruido por la emisión de la segunda temporada de Moción de Censura, producida por Vox, -pese a sus ridículos datos de audiencia-, la noticia de que Pablo Casado justificara en sede judicial la mentira durante el ejercicio de la política ha pasado casi inadvertida. Sin embargo, escuchar de quien aspiraba a llevar las riendas del país cuán deshonesto es, cómo gusta de mentir para manipular a la ciudadanía es extremadamente grave y, por el bien de nuestra democracia, requiere de duras sanciones.
Cuando a finales de 2021, Casado acusó a los profesores en Catalunya de no dejar ir al baño a los niños y niñas que hablaran en castellano o que les metieran piedras en la mochila, sencillamente, era mentira. El expresidente del PP se enfrenta por ello ahora a un juicio acusado de injurias en el Juzgado de Instrucción número 29 de Barcelona. Allí ha admitido que leyó tales bulos en prensa -ya se pueden imaginar qué prensa consume este individuo- y pese al impacto que tendrían sus declaraciones, no se molestó en corroborar si eran ciertos o no. Eran convenientes para agitar el avispero de la oposición, incapaz de realizarla con propuestas constructivas, y utilizó estas paparruchas.
Lo más denigrante del asunto no es que tuviera esta actitud tan mezquina e irresponsable, sino que a día de hoy afirme sin despeinarse que lo volvería a hacer. Este es el nivel de nuestra política, en la que la mentira campa a sus anchas manipulando a las masas, aborregadas y sin aborregar, porque se ha instaurado esa tendencia de solo querer escuchar lo que refuerza nuestro parecer sin cuestionarlo.
Torturar las estadísticas convenientemente para que digan lo que se desea es una práctica que, por habitual, no es menos reprochable. La derecha es experta en estos oficios, bajando la fiscalidad a los más ricos y dividiendo después lo que el Estado deja de ingresar entre el total de contribuyentes para publicitar lo que han ahorrado por persona, aun cuando los más desfavorecidos tributan igual.
Ese tipo de manipulación de las masas es absolutamente detestable, pero la mentira gruesa, como las utilizadas por Casado, debería ser delito. Se amparan los políticos, y así lo ha admitido el propio Casado, en su inviolabilidad parlamentaria al ser diputado, pero ¿qué inviolabilidad puede existir para quien comete un mal de manera premeditada? ¿Por qué habríamos de siquiera tolerar a quienes buscan nuestro aval con la boca llena y las manos sucias?
Especialmente en sede parlamentaria, deberían ponerse en marcha mecanismos de control, sanción y reparación a quienes mientan de un modo tan descarado. En nada beneficia a nuestra democracia permitir que cualquier político mienta en el Congreso de manera impune con el único propósito de hacerse con una mayor cuota de poder. Es por ello que, tras recibir varios apercibimientos y sanciones económicas, quizás, el representante embustero debiera ser inhabilitado como servidor público -eso incluye cualquier plaza de funcionario previa- y su grupo parlamentario, perder automáticamente un escaño. Sería lo justo, porque la mentira jamás ha de estar representada en nuestro Parlamento.
En ocasiones son los propios políticos quienes alumbran estas mentiras y sus medios cavernarios quienes las amplifican sin contrastar; otras, el fenómeno se produce a la inversa. Sea como fuere, y en Madrid se observa con preocupante pasividad, ambos se necesitan y este es el motivo por el que páginas web que se jactan de ser prensa reciben cuantiosas sumas en concepto de publicidad institucional.
Casado debiera ser condenado sentando doctrina, sirviendo de punto de partida para cambiar nuestra legislación y poner cerco a la mentira de nuestros representantes. No hacerlo es escupir al cielo y envenenar a nuestra democracia hasta el punto de despertar deseos de no querer participar de ella.