Es una vergüenza que quieran castigar al rey de España por su afición a las escopetas y a eliminar animales de sobra. Está claro que nadie ama tanto a las bestezuelas del campo como un cazador. Lo explicaba en un número genial el difunto Graham Chapman de los Monty Python, ataviado con un salacot y uno de esos chalecos de safari que tanto les gustan a los borbones, a los corresponsales de guerra y a los pescadores de truchas: "Me encantan los animales, por eso los mato".
El amor es así, posesivo y brutal, ciego y violento, lo demuestran diariamente tantos románticos maridos que majan a palos a su señora porque no saben ya cómo demostrar su cariño y tienen que recurrir al estilo torero. La verdad es que los directivos de Adena no han andado muy finos, siguen presos de una visión cursi de la naturaleza, rehenes infantiles de esas ñoñas películas de Disney donde los leones son amiguitos de los jabalíes y de los cervatillos y sólo comen en defensa propia. La naturaleza (la humana y la otra) es más bien neoliberal, consiste en comer y no ser comido, en comer hasta reventar, hasta que no quede una aceituna en el plato.
Al rey don Juan Carlos el gusto por exterminar criaturas indefensas debe venirle de familia, sí, pero también por herencia política; probablemente se aficionó a la caza en una de esas monterías del Pardo a las que le convidó su antecesor en el cargo. Franco era prácticamente vegetariano pero lo compensaba masacrando a todo bicho viviente: jabalíes, atunes, conejos, perdices, codornices, poetas, intelectuales, detractores del Régimen, opositores a notarías y españoles en general. Es un error común pensar que los herbívoros son más apacibles que los devoradores de carne: no hay más que ver la mala leche que gasta un hipopótamo, un toro de lidia o el propio Generalísimo. Apodo que, por cierto, nunca entendí, a no ser que el sufijo funcionase como un taburete para subirse encima y parecer más alto.
Ya que tenemos que soportar el costoso anacronismo de la monarquía hereditaria, será mejor soportarlo con todos sus adornos fósiles, es decir, el palacio, el yate, la familia y uno más, la mira telescópica y la muy hispánica tradición de andar a tiros por los montes de España. Al rey borbón, al vértice supremo de la pirámide biológica, en cuanto sale de viaje y el protocolo le deja un momento libre, agarra la escopeta y lo mismo mata un elefante cojo que un oso borracho. Es la única manera de hacerse respetar en un mundo decadente sin valores ni jerarquías, una selva impregnada de democracia donde algunos ilusos quieren que el león ramonee al lado de los conejos.
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