Punto de Fisión

El oro del Rin

En El oro del Rin, la ópera prólogo que abre la Tetralogía de Wagner, un nibelungo rijoso llamado Alberich desdeña el amor a cambio de un tesoro escondido en el fondo de un río. Las ninfas juguetonas que custodian el oro le advierten muy en serio que hay que elegir entre el amor o el dinero, pero Alberich, que tiene alma de banquero, elige el amor: el amor al dinero, se entiende. Como en otros grandes empeños de la civilización occidental (El anillo del Nibelungo es algo así como la Capilla Sixtina de la historia de la música), la obra de Wagner refleja una mitología que al final se acaba convirtiendo en destino: el destino del pueblo alemán, el mismo que Nietzsche alcanzó a vislumbrar como un alba y una amenaza.

A Wagner lo manchó, quizá para siempre, la lectura racista que los nazis hicieron de su música, esa experiencia incomparable que sigue prohibida en Israel a pesar de los intentos de directores judíos como Zubin Metha o Daniel Barenboim. Otro judío, Arnoldo Libermann, escribió: "Durante la revolución de 1848, Richard Wagner luchó en las calles de Dresde por lo que creía un mundo mejor. No hagamos, silenciando su música, que ese mundo sea definitivamente imposible".

Por encima de polémicas, banderas y estéticas, Wagner es el poeta del amor: nada hay ni hubo jamás sobre este planeta que suene tan lleno de anhelo como el lamento de Isolda, como la despedida de Wotan a su hija Brühnilde, como la canción errante de Tannhaüser. Pero, al igual que otras grandes obras de arte, el Anillo es una fuente inagotable de significados: es todo para todos, como el apóstol. Imposible no vislumbrar la sombra mezquina de Alberich en los banqueros alemanes que custodian el oro de Europa en sus cajas fuertes. Y la Cabalgata de las Walkyrias (la formidable fanfarria con que los helicópteros estadounidenses llevaban el infierno a Vietnam) resuena hoy con la carcajada feroz de Angela Merkel.

Wagner lo expresó sin tapujos: maldice el amor, quédate con el oro, de acuerdo, pero atente a las consecuencias. En los compases finales del Anillo, tras la marcha fúnebre de Sigfrido, llega el fin del mundo: un incendio que lo va borrando todo mientras las aguas del Rin se desbordan en el crepúsculo de los dioses. A pesar de que fue el amor quien la salvó en otras ocasiones (en 1947, después del apocalipsis nazi, y en 1991, después de la caída del Muro y la reunificación germana), Alemania no aprende la lección elemental que Wagner entresacó de una vieja leyenda: el oro sin amor no vale nada. Ya advirtió otro viejo hechicero de nombre wagneriano, Sigmund Freud, que en la irresistible compulsión por acumular riquezas sólo late el impulso de un niño jugando con su propia mierda.

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