Punto de Fisión

Medio siglo sin Marilyn

La muerte le hizo a Marilyn Monroe la permanente perfecta: la conserva eternamente joven, eternamente rubia, eternamente hermosa y elástica a los ojos de renovadas generaciones de adoradores. Quién iba a decirnos que el celuloide era la única inmortalidad posible, que la luz que destiló a esa diosa de boca alegre y ojos tristísimos iba a ser la urna donde siempre volveríamos a ella. En el cine daba la impresión de que se la podía tocar, de que en cualquier momento uno iba a pellizcarla, igual que uno de esos desnudos de Renoir que el pintor no consideraba acabados hasta que no le entraban ganas de palmearle al óleo el culo. No, ninguna actriz (ni siquiera Ava Gardner, ni siquiera Sofia Loren) palpitó en la pantalla con esa carnalidad animal y escandalosa; ninguna tampoco parecía más accesible y sencilla, como si sólo fuese la rubia vecinita de arriba, la muchacha que nos tropezamos en la escalera. Y sin embargo nunca hubo sobre la tierra hembra más inalcanzable, hecha sólo de luz, de sueños vanos, de peldaños que no llevan a ningún sitio.

A cada aniversario de su muerte vuelven a levantarse las absurdas teorías conspiratorias, la necia mafia de los Kennedy, la larga mano de la CIA o del FBI, cuando para explicar su tragedia basta un bote de pastillas y una cama deshecha, ese sufrimiento aciago en que consistía su rutina diaria y que ella explicaba con una frase atroz: "Se acuestan con Marilyn pero se despiertan conmigo". A Tony Curtis, que la sedujo en la ficción a las órdenes de Billy Wilder, le preguntaron cómo era besar a Marilyn y respondió: "Como besar a Hitler". Lo cual resumía su mal carácter, su desgana en los platós, sus intolerables retrasos, sus desplantes de estrella, el modo insufrible en que trataba a sus compañeros de trabajo, pero también el hecho de que Marilyn es el único icono femenino en un siglo de masacres y héroes, de santos y asesinos; de que su rostro ardiente hasta el delirio siga ondeando en pósters y camisetas como la promesa de la felicidad terrenal o la láctea quintaesencia de la lujuria: el único rostro de mujer que podría rivalizar al lado de Mao o del Che, de Chaplin o de Hitler.

Violada de niña, manoseada, golpeada, Norma Jean Baker siempre vivió el deseo masculino como una cacería; pasó de matrimonio en matrimonio y de amante en amante sin entender que el amor no se hace en defensa propia; se transformó en Marilyn para buscar refugio y luego no supo cómo escapar de sí misma. Para abarcar el espíritu de derrota con que iba al altar basta el testimonio de aquella amiga a quien dijo, poco antes de casarse con Arthur Miller: "Eh, con un poco de suerte, éste es el último tío al que se la chupo". Tal vez el único de sus maridos que la quiso de verdad fue Joe Di Maggio, la estrella del béisbol que no dejó de visitar su tumba.

A los cincuenta años de su turbio suicidio, Marilyn repite el mito de una Eurídice que se marchó a los infiernos por un desliz tonto, en busca de un helado o porque se le olvidaron los pendientes, y aquí seguimos todos esperándola, en una película de bajo presupuesto en la que nunca nos darán el papel de Orfeo.

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