Punto de Fisión

Voz de tabaco

De Sancho Gracia recuerdo sobre todo un gesto de chulería muy suyo que solía elaborar a base de patillas y ojos entrecerrados: montado a caballo y con el trabuco apoyado en uno de sus muslos, se quedaba mirando al enemigo de turno y le espetaba un "ya" gutural y perentorio, un "ya" de sonrisa afilada, un adverbio temporal que era más bien una advertencia y una amenaza, como si tuviera que resumir un discurso muy largo que básicamente venía a decir: "Mira, chaval, ya me estás tocando los cojones".

Recuerdo sobre todo su voz, uno de esos timbres raciales y profundos de los que ya no quedan y con los que el pacato cine español de la época no sabía muy bien qué hacer. También a Paco Rabal, que tenía un timbre más recio todavía, solían doblarlo en las primeras películas como si fuera un actor extranjero, porque aquel vozarrón murciano no les encajaba en los estereotipos de galán y los censores pensaban, con razón, que iba a arañar faldas, miriñaques y bragas de encaje en el patio de butacas. Esa voz de Sancho, nocturna y sobrenatural, como de cantaor flamenco recitando gregoriano, parecía brotar de una juerga de madrugada, de un tugurio con mucho arte y mucho humo, tanto que era casi fatal que se muriera de lo que se ha muerto y que en los últimos años la alzara contra el vicio del tabaco, con todo lo que llevaba fumado.

Hasta que triunfó como Curro Jiménez hizo un poco de todo, mayormente de sí mismo, porque a Sancho Gracia siempre nos lo imaginamos en la vida real como una extensión del personaje, un poco chulo y un poco canalla, con el piropo terciado en bandolera, un cigarro a punto y un whisky con mucho hielo esperándolo en la barra. Pero incluso haciendo de fondo de pantalla siempre llamaba la atención, siempre se las ingeniaba para destacar, como en aquella soberbia adaptación de Doce hombres sin piedad donde una pléyade de actores españoles, encabezados por José María Rodero y José Bódalo, lograban hacernos olvidar a Henry Fonda, nada menos. Sancho Gracia interpretaba, claro está, al jurado al que le importaba un bledo que fueran a freír a un inocente porque él tenía unas entradas para un partido de béisbol, coño, y se lo iba a perder si se alargaban mucho las deliberaciones.

De Curro Jiménez (una teleserie que, al lado de las cagarrutas de fabricación nacional que emiten hoy en día, parece el Mahábharata) emergieron al menos otro tres actores magníficos, pero él se quedó encajonado para siempre en esa estampa romántica de la que entraba y salía sin más esfuerzo aparente que subirse al caballo. A caballo compuso también el papel protagonista de 800 balas, un viejo especialista del cine del oeste perdido en un pueblo de Almería con sabor a tierra quemada que cabalgaba por los decorados de ese penúltimo espagueti-western como si buscara a golpe de pezuña al fantasma de Curro Jiménez, a punto de alcanzar esa película perfecta que jamás rodó, que se merecía de sobra y que siempre, coño, siempre se le escapaba.

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