Punto de Fisión

Esto es espectáculo

El punto cero de la era de la imagen podría cifrarse en aquel momento histórico en que Ronald Reagan, un actor profesional, alcanzó la presidencia de los Estados Unidos. Hasta entonces, en la política norteamericana, la forma y el contenido habían estado más o menos equilibrados, aunque el precio de un mal envoltorio se supo en aquel debate cara a cara en que Kennedy destrozó a Nixon gracias al color de una corbata. Desde el triunfo de Reagan, el cómo se impuso definitivamente al qué después de que el pueblo americano rehiciera con casi medio siglo de retraso el casting de Casablanca.

El cine, la fábrica de sueños, también manufacturó algunas pesadillas. Si aquel histrión cateto hubiera abrazado a Ingrid Bergman vestido con un smoking blanco, tal vez se habría limitado a joder una película. Aunque su cara a medio cocer no convencía sobre el celuloide, era perfecta para esa otra industria de ficción: la democracia representativa. El adjetivo no puede ser menos inocente: el político representa a la ciudadanía mediante un curioso birlibirloque estadístico, pero ante todo representa un papel, el otorgado por los grandes poderes.

Desde entonces la cúspide virtual de la mayor potencia sobre la tierra ha estado ocupada por figurantes más o menos agraciados, rostros más o menos carismáticos, un monte Rushmore de jetas agropecuarias que va desde la sonrisa cachondona de Bill Clinton a la lerda tozudez de George Bush Jr., de quien se puede decir lo que se quiera excepto que no era fotogénico: hasta Michael Moore le ofreció un papel de cómico que, con muy poca vista por parte del cineasta, facilitó su reelección. Al igual que Reagan, ninguno de ellos era un genio de las tablas, pero sabían de sobra que el papel presidencial se limita a recitar el guión y no tropezar con los muebles. Clinton estuvo a punto de tropezar con los dientes pero incluso aquel episodio de la becaria se salvó como lo que era, un culebrón marital algo subido de tono.

Para que la esposa del anterior presidente demócrata no sucediera al hijo de su antecesor republicano (con el peligro de convertir la democracia más chula del globo en un imperio romano a dos bandas), apareció Obama, que era como Sidney Poitier subiendo a recoger el Nobel, digo el Oscar; un negro bueno y descafeinado, un tío Tom que sigue haciendo lo que le dicta el guionista. Por eso el numerito de Clint Eastwood hablando a la silla vacía huele ante todo a redundancia: ya hay demasiados actores pésimos en juego para que una vieja gloria octogenaria venga a echarle una mano a Romney, ese vaquero de quijada televisiva que parece recién arrancada de Mad men. Sergio Leone, que lo descubrió para el cine, dijo de Clint que era un actor de dos registros: con sombrero y sin sombrero. Y que cuanto menos hablara, más interesante resultaría en la pantalla. Clint, cuya carrera política no pasó de alcalde rural, se equivocó al darle palique a la silla porque la silla, aparte de mayor expresividad, tenía mejores frases. De cualquier modo, en la convención republicana quedó demostrado que el presidente perfecto sería un mueble.

 

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