Punto de Fisión

Au revoir Depardieu

 

Cuando me enteré de que Gérard Depardieu había pedido pasaporte belga, inmediatamente pensé que el hombre debería ponerse a régimen. Se trata de uno de esos actores inmensos que no sólo se comen la pantalla sino también la platea, el acomodador y la taquillera, si se descuidan, pero no creo yo que rebose tanto que necesite un adosado en Bélgica. En Depardieu siempre hubo un toque hiperbólico, exagerado, muy poco racionalista y muy poco francés, salvo que uno recuerde al Gargantúa de Rabelais, que es el único papel a su medida. Una filmografía que abarca de Bertolucci a Truffaut y de Resnais a Weir no es para tomársela a broma pero él ha preferido empecinarse en el Obelix como quien se mete en camisa de once varas, es decir, porque cabe.

Luego resulta que, claro está, no era cosa de arrobas sino de dineros, y un ministro del que ni siquiera recuerdo el nombre se le ha tirado al cuello como una zarigüeya a un mamut, y Depardieu se ha quitado al ministrillo de encima de un papirotazo, al estilo de Obelix con un incauto legionario romano. Lo de papirotazo viene al pelo porque la carta de respuesta de Depardieu es un auténtico y elegante hostión digno del tragaldabas galo, una carta donde viene a decir que en 2012 el 85% de sus ingresos se le fueron en impuestos, que ha pagado 145 millones de euros al estado francés y que ya está más que harto de sanguijuelas que exprimen el talento ajeno.

Con todo, creo que el punto neurálgico de la defensa de Depardieu es el recuerdo de su hijo Guillaume, a quien el gobierno francés empapeló sólo para dar ejemplo y por ser hijo de quien era, un hijo que intentó seguir la temeraria carrera del padre a través de películas, excesos y borracheras pero que se quedó a mitad de camino por culpa de un accidente de moto que le provocó la amputación de una pierna y una infección que acabaría con su vida. Con Guillaume, que vivió y murió a la sombra del baobab paterno, Gérard Depardieu hizo una película de una belleza sobrenatural, Todas las mañanas del mundo, en la que ambos encarnaron, uno de joven, el otro de adulto, a Marin Marais, un compositor genial que confundía el arte con el éxito y que terminaba descubriendo que el único sentido de la música era resucitar a los muertos.

Depardieu ha resucitado el alma de su hijo en esa carta en la que habla también del alma de su país y explica que la gloria de Francia no está ni en un formulario de Hacienda ni en un pasaporte. En cualquier caso, qué envidia siento de un país donde un actor exhibe a título de orgullo haber sido Marin Marais y haber sido Cyrano y donde un ministro le recrimina abandonar el barco no tanto por el dinero sino por el símbolo perdido, el orgullo perdido. Depardieu es un Rubens pasado de kilos que se ha llevado al extranjero la aldea gala y los jabalíes del Louvre.   

 

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