Punto de Fisión

Sin perdón

Bob el Inglés, aquel malvado pistolero de Sin perdón contratado por las líneas ferroviarias para limpiar los trenes de chinos, solía mofarse de los pasajeros explicando cómo los estadounidenses habían hecho muy mal negocio con la república. Cualquiera puede disparar a un presidente, decía Bob con la jeta británica de Richard Harris, pero disparar a un rey, eso es otra historia. La realeza está investida de tal fascinación que la mano del asesino temblaría y haría improbable el balazo.

Más de un siglo después, el New York Times viene a contarnos la misma cantinela que Bob el Inglés en aquella cinta crepuscular que es algo así como la antimateria del western. Hemos tenido que enterarnos por la prensa extranjera de las presiones que la casa real ejerció sobre los medios españoles para evitar que el escándalo Urdangarín pasara a mayores. Más o menos el New York Times viene a decir que aquí el cuarto poder es un cuarto de baño. Que la marca España es el hierro de una ganadería con el sello de los borbones marcado al rojo vivo.

En la película (la obra maestra absoluta de Clint Eastwood, cincelada a partir de un guión soberano de David Peoples) incluso aparece la figura del reportero sólo que de una forma completamente distinta a la que el western tradicional nos tiene acostumbrados. Beauchamp, el cronista listillo y lameculos que va transbordando de pistolero en pistolero como una garrapata tiene muy poco que ver con el heroico periodista de El hombre que mató a Liberty Valance. Eastwood nos enseña cómo la literatura no está muy bien vista en el Far West: cada vez que Beauchamp se presenta orgullosamente como escritor, alguien le pregunta: "¿Qué escribes? ¿Cartas?" Un día el pobre hombre se mea por la pata abajo, antes incluso de que empiecen los tiros. Tras la balacera final, se acerca en plan zalamero al vencedor y le pregunta a quién ha matado primero. "No lo sé" responde William Munny, cargando otra vez la escopeta. "Sólo sé quién va a ser el último".

A Bob el Inglés le ponía las pilas el sheriff Little Bill (soberbio Gene Hackman) después de una pregunta cuando menos incómoda: "¿Qué pasa, Bob? ¿Se te acabaron los chinos?" Little Bill acaba frío en el suelo de la taberna junto a media docena de cadáveres. Bob se va del pueblo con el revólver hecho un churro y la cara como un mapa. No sabemos cuál es el destino final de Beauchamp pero nos lo imaginamos secándose los pantalones al sol antes de buscarse otro trabajo menos comprometido, un amo más propenso a reírle los chistes, un lugar donde su talento y servilismo estén menos expuestos a recibir una bala. No nos extrañaría nada que hubiese comprado un billete para la España campechana.

 

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