Punto de Fisión

El famoso espía sordo

Hace bien Alicia Sánchez-Camacho en denunciar el espionaje indiscriminado a su partido. Hay espías que, aparte de vergüenza y buen gusto, no tienen dos dedos de frente. Porque hace falta ser bobo y manirroto para desperdiciar micrófonos en las reuniones del PP catalán. No por ser del PP, que ya tiene delito, sino porque no he asistido a nada más aburrido y previsible que una cena de políticos. Son como la orgía de Eyes Wide Shut, pero con ropa y langostinos. Entre bostezo y bostezo, lo más que puedes descubrir en una de ésas es a cuánto va el marisco, o de lo que me enteré yo en un desliz irrefrenable, de que a Aznar en los pasillos de Génova lo llamaban "marmolillo", un mote que le puso Felipe y que, en el caso de Aznar, es más bien un elogio. El Watergate cada vez está cayendo más bajo y eso que empezó en las cloacas. A Alicia Sánchez-Camacho Nixon no le ponía ni dos velas negras.

Estoy pensando muy seriamente en seguir el ejemplo de Sánchez-Camacho y denunciar a Obama por transcribir las chorradas que suelto en facebook y por grabar las conversaciones telefónicas con mis padres. Yo no sé para qué se gasta la CIA en micrófonos con nosotros, si con las voces que damos nos oye perfectamente el vecino del quinto. Pero conste que, si dudo en lanzarme de cabeza a los juzgados, es sólo por la miseria de mi expediente criminal. No tenía ni cuenta abierta en megaupload, iba a tener cuentas en Suiza. Así no hay manera de pedir asilo en la embajada de Ecuador y que te tomen en serio.

La de espía es una profesión en franco descrédito. Yo sólo he estado una vez cerca de un espía supuestamente auténtico y fue en una cena del Club de los Cien Puros, que dicho así suena como una célula radical de Al Qaeda, pero que en realidad no es más que un grupo de gente que se reúne de vez en cuando a comer, a beber y a disfrutar de unos habanos. La ocasión a la que me refiero tuvo lugar hace unos cuantos años, antes de la prohibición de fumar en los lugares públicos, antes de Wikileaks, antes de Assange y antes de Snowden. Nos habíamos juntado unos cuantos amigos: el poeta Alvaro Muñoz, los estanqueros Jesús Llano Muriel y José Carlos Rubio, el agitador de conciencias Javier Blanco Urgoiti y el inclasificable Pepe Aguirre, que ejercía de secretario del Club pero que en realidad parece un dictador latinoamericano en el exilio. Durante el aperitivo, alguien me dio un codazo que casi tiro el vermú y luego me señaló a un señor francés, flaco como una calavera y elegante cual cadáver, que iba de acá para allá picoteando en todas las charlas. "Cuidado con lo que dices" me advirtieron, no sé si en broma o en serio, "que ése es un espía". El rumor corrió de mesa en mesa y de corro en corro hasta que de repente supe que era verdad, máxime cuando el cadáver se inclinaba hacia ti con una oreja ahuecada en una mano y un puro humeante en la otra. Tenía un vago aire a 007 pero después de muerto y con más decimales, y nos preguntamos si estaba allí por mi último libro, por el último poema de Álvaro o por si había confundido a Pepe Aguirre con un capo colombiano. "¿Cómo dicé? ¿Cómo dicé?" preguntaba con su pegajoso acento francés, pálido y exhausto como un ministro, y yo me fijé bien por si en el reloj de oro que amortajaba su muñeca llevaba ocultos una grabadora y un micrófono. "No hay duda" me susurró Alvaro al oído: "Es el famoso espía sordo". "¿Cómo dicé?" repitió afrancesadamente el cadáver mientras nos apabullaba con su oreja izquierda, el reloj enfocado a nuestros labios. Entonces pudimos vislumbrar, más allá del tímpano, al fondo del pabellón auditivo, los sótanos de la CIA trabajando a destajo, y nos pusimos a hablar en endecasílabos, un poco engolados, igual que si posáramos para el fotógrafo.

 

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