Punto de Fisión

Verano nazi

Últimamente a los italianos les está quedando un verano bastante nazi, hasta el punto de que cualquier día de éstos el sol va a alumbrar el Coliseo con la yema de un huevo con el marchamo de la cruz gamada, como en los tiempos de Mussolini. A una ministra de raza negra la llaman orangután, le arrojan plátanos a la cara y un concejal de la Liga Norte le dice que deberían violarla para que aprenda. Mientras tanto, un viejo genocida de las SS cumple cien años en arresto domiciliario y una multitud de manifestantes y, sí, también simpatizantes, se unen bajo su ventana para celebrarlo.

El capitán Erich Priebke, uno de los verdugos de la masacre de las Fosas Ardeatinas, ha puesto a bailar a Roma igual que Ian McKellen hipnotizaba a un muchacho un poco necio en aquella malévola película basada en una novela de Stephen King, Verano de corrupción. El chaval descubría que bajo su pinta de anciano venerable, el vecino de al lado ocultaba al carnicero de un campo de concentración y, en lugar de denunciarlo, iniciaba un peligroso juego de chantajes, disfraces y diálogos, como un antropólogo aficionado que pretendiera ubicar el punto G de la crueldad.

Siempre que vemos a uno de estos señores del infierno, un tipo que en su juventud mató sin pestañear a mujeres y niños, que ordenó matanzas de civiles desarmados mientras fumaba un cigarrillo o acariciaba a un perro, lo examinamos del derecho y del revés como si fuéramos a encontrar, en algún punto de su anatomía, su ideología o su psique, una falla básica del diseño humano. Hannah Arendt realizó un diagnóstico impecable cuando viajó a Jerusalén para asistir al juicio a Adolf Eichmann, el arquitecto de la Solución Final, y se encontró no a un demonio ni a una bestia sino a un triste funcionario, un mierda, un hombrecillo gris y mediocre que encarnaba hasta las heces la banalidad del mal.

Al igual que Eichmann, Priebke, para justificar su barbarie, dice que sólo obedecía órdenes, que él no era sino un soldado, una pieza más en un vasto engranaje de destrucción. Es un testimonio repetido una y otra vez: era un trabajo y alguien tenía que hacerlo. En Shoah, el intolerable documental de nueve horas de Claude Lanzmann sobre el Holocausto, varios criminales de Auschwitz y Treblinka hablan sin ningún remordimiento del exterminio de seres humanos, tranquilos, confiados, con la satisfacción y el orgullo del deber cumplido. Uno de ellos llega a decir, rascándose la barbilla, que el matadero en el que trabajaba era "bastante primitivo, como una cadena de montaje, pero funcionaba bien". Mirar a los ojos de uno de estos quelonios centenarios y esperar una revelación es como arrojar una piedra al fondo negro de un pozo y aguardar en vano un fogonazo de luz. Quizá no sea casualidad que el penúltimo de estos matarifes haya reaparecido en Italia, la cuna del fascismo, el mismo lugar donde arrojan plátanos al paso de una ministra negra.

 

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