La teología andaba de capa caída en España desde que nombraron santo a José María Escrivá de Balaguer. Menos mal que Felipe González ha promovido una fundación para el estudio de sí mismo que es como la Santísima Trinidad pero en traje de pana. Ahí están Dios Padre, o sea el propio Felipe de presidente; el Hijo, en este caso, su hija, María González Romero, de secretaria; y el Espíritu Santo, José María Maravall, de vicepresidente. Lo de Escrivá de Balaguer fue una canonización record para el Vaticano pero, a pesar de todo, no pudo batir la plusmarca mundial de Felipe González, quien se instauró a sí mismo como divinidad pagana gracias a una religión de andar por casa llamada felipismo.
El felipismo es un culto de acento andaluz que utiliza bonsais en lugar de olivos y se practica en mesa de billar. Como todas las religiones, el felipismo también tiene sus misterios, entre los cuales el referéndum de la OTAN y el señor X de los GAL son los más vistosos. Sin embargo, el verdadero misterio de Fátima del felipismo es la Fundación Felipe González, una auténtica catedral a la egolatría en un país donde los ex presidentes se conforman con escribir sus memorias. Zapatero acaba de publicar las suyas y Aznar creo que va por el tercer o el cuarto tomo, vaya usted a saber, aunque, comparados con Felipe, ninguno de sus dos sucesores en el trono divino alcanza el nivel de monaguillo.
Con una fundación en primera persona, Felipe uno y trino quiere evitar la desgracia que le ha caído encima a Adolfo Suárez, al que una enfermedad le ha ido borrando los renglones torcidos de la transición hasta dejarlo reducido a un simple peatón atropellado por la política, un secundario trágico de la reciente historia de España. Decía Borges que el amor es una religión con un dios falible, excepto en el caso del felipismo, que es una religión toda amor a sí mismo y más falible que una muñeca hinchable agujereada. Felipe, la gran muñeca hinchable de la izquierda española, se fue deshinchando polvo a polvo y referéndum a referéndum hasta quedarse arrinconada en la figura de un ídolo oriental para banqueros al que los amigos iban a sacar lustre en la bodeguilla.
Toda religión que se precie necesita un profeta que le haga la propaganda: así Dios tenía a Jesucristo, Alá a Mahoma y Felipe a Alfonso Guerra, que era un Jeremías famélico y enloquecido que venía a anunciar el fin del franquismo y al final anunció unas rebajas. Eso sí, frente al dios omnisciente del Antiguo Testamento, que sabía todo lo que iba a pasar antes de que ocurriera, Felipe se enteraba de lo que ocurría en el país por los periódicos; a lo mejor es por eso que ha instaurado una fundación que lleva su nombre, para que los próximos escándalos y nombramientos como consejero no le pillen del todo desprevenido. En cuanto a Mariano, me parece recordar que también publicó un libro, aunque la mitad de las páginas eran fe de erratas y la otra mitad fe a secas.
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