Punto de Fisión

Calabazas de Halloween

No deja de sorprenderme esa animadversión que despierta la fiesta de Halloween en los últimos tiempos. Algunos lo consideran directamente una horterada yanqui (aunque no hacen lo propio con su costumbre de teclear un Ipod o de pasear en chándal los domingos) y otros lamentan ese signo de colonización cultural al tiempo que encienden la tele y se ponen tibios a ver películas de gángsters y teleseries americanas. Es verdad que Halloween es una fiesta extranjera pero, que yo sepa, Papa Noel no viene de Logroño ni los Reyes Magos son borbones, afortunadamente. Bien mirado, los borbones son una dinastía francesa y, si uno estudia sus propios antecedentes con rigor, escarbando entre genealogías de árabes, judíos, visigodos, griegos y romanos, al final resulta que todos somos inmigrantes.

Esta verdad elemental es algo que molesta sobremanera a ciertos especímenes que alardean de pureza racial y todavía juran sobre la Biblia, cuando incluso la Biblia empieza con un exilio y no adquiere carta de ciudadanía hasta después de un éxodo. Los mismos botarates ignorantes que odian a los judíos y a los negros en nombre de Jesucristo no se han detenido a pensar en que Jesucristo difícilmente podría ser irlandés, dado el lugar donde nació, y que entre los apóstoles más de uno debía de haber de piel oscura, a no ser que en aquella época Judea estuviera situada más al norte, cerca del círculo polar ártico. Si se celebra universalmente el nacimiento de un niño en la época de Herodes, entre tradiciones cruzadas de renos, hojas de muérdago, polvorones, camellos, turrones árabes y aguinaldos, no veo qué mal puede hacer que otro niño pinte una calabaza y salga disfrazado de bruja o de vampiro a pedir truco o trato.

Por lo demás, pocos esfuerzos tan ridículos como esos intentos institucionales por resucitar un folklore muerto y enterrado, esos tristes zombis agrícolas que los niños tienen que estudiar en la escuela, cuando para un niño occidental del tercer milenio el único folklore posible es la tele, el cine, internet y los videojuegos. Por suerte para él, porque la mayor parte de las veces, las tradiciones patrias consisten en apedrear perros, descabezar gallos y matar toros a lanzazos. Con todo, la religión de mayor éxito en Europa en el último siglo, la que abarrota templos con docenas de miles de fieles, mueve toneladas de dinero, congrega multitudes frente al televisor y provoca debates teológicos interminables a pie de calle, no es el cristianismo ni el islam sino el fútbol, un curioso invento inglés donde, durante hora y media, dos docenas de hombretones regresan a la infancia para intentar culminar un coito simbólico a patadas.

Halloween es una fiesta de ultratumba en un tiempo, el nuestro, en que los muertos han dejado de dar miedo. Lo de rescatar tradiciones autóctonas extinguidas sí que me parece una auténtica horterada, pura "nostalgia del tractor", una expresión que usa mi amigo, el escritor Agustín Fernández Mallo, cada vez que ve a un urbanita subido a un Nissan Patrol. Por mi parte, no me tomaré en serio a ningún abogado defensor del Olentzero, el Esteru, el Pandigueiro o el Tientapanzas hasta el día en que vaya a un druida a curarse un cáncer con cuatro hierbajos hirviendo en un puchero.

 

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