Punto de Fisión

Sótano octavo

En sus Seis propuestas para el próximo milenio, un libro que hay que leer y releer, Italo Calvino defiende la ligereza en oposición a la gravedad, una lección que nos viene de fábula a los españoles, que somos un pueblo grave por definición, un pueblo rimbombante y barítono. Para explicar el concepto de ligereza, Calvino se inventa a un pintor chino, Chuang Tzu, a quien el emperador le encarga pintar un cangrejo. Chuang Tzu pide cinco años porque es un encargo difícil. Pasados esos cinco años, el emperador pide ver su cuadro, pero Chuang Tzu le dice que todavía se está preparando y solicita otros cinco años de prórroga. Al final, tras diez años de espera, el emperador vuelve a visitar a Chuang Tzu y el pintor coge el pincel, se dirige al lienzo en blanco y, de un solo trazo, dibuja un cangrejo, "el cangrejo más perfecto que jamás se haya visto".

Es lo que ha hecho mi amigo Rafael Martínez-Simancas: pintar el cangrejo más terrible de nuestra época prácticamente de un plumazo en un libro redondo y perfecto, Sótano octavo, que es un soberbio corte de mangas al cáncer, al miedo y a esa seriedad tan española. A Rafael le diagnosticaron un linfoma va ya para dos años y este libro es la crónica de su lucha contra la enfermedad y su paso por los diversos viacrucis hospitalarios, un calvario que Rafael relata con una alegría formidable y un humor quirúrgicamente incorrecto, porque puede hacer saltar los puntos de las carcajadas. De hecho, Sótano octavo, más que un libro, es un balón de oxígeno, un chaleco salvavidas, una herramienta diseñada para ayudar a otros enfermos a encontrar un camino en ese país angustioso y desolado del cáncer, a enseñarles que de allí se sale y que su obligación, como la de los prisioneros, es escapar cuanto antes.

A Rafael lo conozco desde hace unos cuantos años y lo veo reflejado en cada página con esa sonrisa enorme de niño que nació ya pivot y esa chufla gamberra de los motoristas todoterreno que se sacan el casco y amanecen calvos. Pero siempre me dejará estupefacto y admirado su facilidad de palabra, ese virtuosismo de pintor chino con que lo mismo se saca de la manga una columna que una biografía de Julio Anguita que un resumen de noticias y que lo lleva a encontrar siempre el lado más luminoso de la vida, como cuando dice en un momento del libro que, con las operaciones que lleva encima, lo más práctico es sacarse un bono-quirófano.

Una vez acompañé a Rafael al cerro de Igueriben, donde él hizo la promesa de escribir una novela a la memoria del coronel Benítez y los trescientos valientes que murieron defendiendo la retirada de las tropas españolas en Annual. En sus momentos de desánimo, Rafael baja del cerro de Igueriben hasta el sótano octavo, donde nadie puede acompañarlo, ni los médicos, ni las enfermeras, ni los amigos, ni los familiares, ni nadie: ese lugar que es el último círculo de la soledad, la bóveda más profunda del miedo, pero en seguida sube con su pincel de pintor chino a animar a amigos, familiares, médicos y, sobre todo, a los demás enfermos empitonados por las cornadas del cáncer.

Este libro, parido entre las punzadas y las cicatrices, la convalecencia y el lento goteo de la quimioterapia, parece escrito a pleno sol, en la atalaya de Igueriben, ese día en que, como nos tenemos prometido, volveremos juntos una vez más a contemplar el mar de África.

 

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