La muerte de Eleanor Parker a los 91 años, el mismo día en que Kirk Douglas cumplía 97, ha pasado un poco de puntillas, un poco desapercibida para toda una señora del cine que nos deparó tan buenos ratos resplandeciendo en la pantalla con su melena de fuego. Era guapa hasta hartar, desde las uñas de los pies hasta la última pestaña, pero, como a tantas otras guapas, la belleza jugaba en su contra: en cuanto surgía por una esquina de la pantalla, el público masculino dejaba de mascar palomitas, el femenino susurraba de envidia y los críticos se quedaban mirando embobados sus ojos verdes como conejos deslumbrados por los faros del camión a punto de arrollarlos.
Carecía del gancho sexual de Ava Gardner, de la sensualidad ardiente de Rita Hayworth, o de la carnalidad maternal de Ingrid Bergman. Tampoco era tan gélida como Catherine Deneuve pero siempre se mantuvo un poco distante, un poco rígida: con ella sabías que no podías irte de copas como con Audrey Hepburn de vacaciones en Roma ni ponerte a desmontar el esqueleto de un dinosaurio junto a la otra Hepburn, Katharine. Tal vez lo de la rigidez dio pie a que en los años cincuenta bordara cuatro papeles en silla de ruedas, el más memorable de los cuales fue El hombre del brazo de oro, en que interpretaba a la abnegada esposa paralítica de Frank Sinatra. A pesar de su talento, algo de diosa griega había en ella, algo de estatua que cobra vida por un par de horas y que después se esfuma directa al Olimpo.
Todos la recordamos (yo al menos no puedo olvidarla) en Cuando ruge la marabunta, aquella cinta de aventuras brutal y apocalíptica que me deparó algunos de los terrores soberanos de mi infancia. El primero, un plano breve y casi secreto, apenas un parpadeo donde, en medio de la selva brasileña, pululaba a lo lejos el monstruo más terrible de la historia del cine: un océano de hormigas infatigable e imparable que iba devorando árboles, personas, haciendas, y al lado del cual, los tiburones, los godzillas, los aliens y demás fauna más o menos extraterrestre siempre me resultaron tristes pirañas.
El segundo, más temible aun, fue la espalda de la Parker, ese intermedio de carne blanca que de repente se abría en mitad de la televisión y que anunciaba espantos y delicias inconcebibles. Por algo Charlton Heston reculaba, deslumbrado en viva luz, con el tarro de crema en una mano y una erección apabullante que le atornillaba hasta las mandíbulas. Hubo actrices más sensuales, ya lo he dicho, pero probablemente no haya un gesto de un erotismo tan sublime como el de Eleanor Parker al apartarse aquel chorro de lava en que consistía su pelo y ofrecerle al bestia de su marido por poderes la miel interminable de su espinazo. Es un instante traumático del celuloide, para mí lo fue desde luego: si me quedaba alguna duda ahí descubrí la sexualidad, o mejor dicho la heterosexualidad, porque justo en esa misma película un amigo me dijo que descubrió lo mismo al ver a Charlton Heston embadurnándose el torso de petróleo. Era otro cine, era otro arte, más indirecto y por lo tanto más eficaz (Borges dixit), a años luz de aquel grosero cruce de piernas donde Sharon Stone enseñaba el potorro sin avisar y sin semáforos.
El brutote de Heston había encargado a su hermano que le trajera una esposa y el hermano cumplió el encargo a la perfección: le trajo a Eleanor Parker, que hasta sabía tocar el piano como pedía el contrato matrimonial. Pero Heston se cabreaba porque quería que todo lo suyo –la casa, el piano, la finca, los caballos– fuese virgen y entonces Parker, girando apenas el cuello de mármol, le decía a aquel paleto adorable que un piano suena tanto mejor cuanta más manos se hayan posado sobre él. Era otro arte, ya lo dije, cuando los guiones los escribían poetas ciegos de bourbon y en la pantalla ardían diosas fugaces.
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