Punto de Fisión

Larga muerte al cine

La muerte de la novela es una matraca que viene sonando más o menos desde el Ulises de Joyce, con el certificado de defunción convenientemente expedido junto al Molloy de Beckett. Poco después García Márquez se marcaba la mejor novela en castellano desde el Quijote, y Anthony Burgess partía la narrativa inglesa en dos con Poderes terrenales. A estos nombres se les pueden añadir todos los que usted quiera: Italo Calvino, Thomas Bernhard, Jorge Amado, Gunter Grass, John Barth, Salman Rushdie, Roberto Bolaño. Para estar muerta (y a pesar de los miles de abortos que atiborran las mesas de novedades) se ve que el arte de la narrativa disfruta de una buena salud que para sí la quisiera la triste chacha de la crítica.

Ocurre, no obstante, que la crítica es una señorona muy cotilla y muy dada a los sofocos que no puede vivir sin soltar a cada rato estos chismorreos apocalípticos. Que el cine ha muerto es otra matraca que llevo escuchando varios años, aunque pocos lo han contado tan bien como Iván Reguera en una novela recién publicada, Liquidación, libro que ha obtenido el X premio Café Mon de la editorial Sloper y cuyo título es toda una declaración de principios. Desde su primera frase, en que nos presenta a Luis Dédalo, un veterano crítico encargado de redactar obituarios, Liquidación es una novela traspasada de principio a fin por el tufo de la muerte: del cine, de la crítica de cine, del periodismo, de la sociedad civil y del trabajo decente. Al curioso lector no le costará mucho descifrar los acertijos verbales que ocultan a diversas vacas sagradas de la profesión, del mismo modo que un poco más allá aparecen unos cuantos popes del periodismo patrio a los que Dédalo disecciona como si fuesen los últimos bodrios del cine independiente. Independiente de qué, que diría el sheriff Little Bill con la voz de Gene Hackman.

Pero, más allá de este bestiario, la novela rezuma desesperación: la de un pobre hombre bastante insoportable que pierde su único medio de vida al borde de la vejez y que acaba en la puta calle. La de un oficio –el de periodista– que siempre estuvo en peligro de extinción por intentar servir simultaneámente al dios de la verdad y al diablo del comercio. La de esas grandes salas de cine que han muerto como dinosaurios y en cuyas entrañas vaciadas de sueños y butacas ahora se vende ropa de marca fabricada en Bangladesh por niños esclavos. La de esos espectadores que hemos perdido la fe en la vida que puede desprenderse de una pantalla y que entramos a las últimas películas hechas con amor y tesón como los prisioneros de Platón en una caverna donde ya se han llevado las lámparas. No sé si todavía alguien cree, como yo, en ese pequeño acto de fe que supone una película, una novela, una historia contada desde el corazón a los ojos y oídos humanos, ya sea con palabras o sin ellas, con celuloide, papel, píxeles, con lo que sea. Hace poco un buen amigo me confesó que a él las historias se la traían al fresco, que para él el cine consistía en un juego de luz y le dije que para eso le bastaba con poner en marcha una lavadora.

 

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