La primera vez que entré en un campo de fútbol me acojoné. Me acojoné mucho. Yo tendría unos ocho años y el Vicente Calderón rebosaba de himnos y banderas. Era un vocerío, un océano de cabezas, bufandas y brazos que restallaba en una versión rojiblanca del Coliseo Romano, una mezcla entre El triunfo de la voluntad, una tasca de pueblo con Canal Plus incorporado y una parada del Caudillo en el Valle de los Caídos. Ver no vi gran cosa pero a los veinte minutos de rugidos todo el estadio se levantó como una sola erección y un señor que estaba sentado tres asientos más allá berreó por encima del estruendo: "¡Árbitro! ¡Habría que matarte! ¡Matarte es poco! ¡Matarte y fusilarte!" Varios aficionados a su alrededor apoyaron la moción con entusiasmo. Desde entonces he desconfiado instintivamente de las multitudes.
El fútbol no me gustaba y yo no le gustaba al fútbol: eso era un hecho. Un hecho incontrovertible que condenó mi niñez al exilio de los tebeos de Mortadelo y a la soledad de las novelas de kiosco. Ni siquiera se me daban bien los partidos de chapas que jugábamos los chavales del barrio. Cuando tocaba fútbol de verdad y los capitanes echaban a suerte para elegir a los mejores jugadores, yo me quedaba siempre de los últimos, en el pelotón de los gordos, los gafotas, los cojos y los enfermos. Era una sensación lúgubre ésa de irse quedando al fondo de la caja, como la morralla abandonada sobre el hielo de la pescadería. "Si te quedas con Javi, a cambio tienes que llevarte tres de ésos". Nosotros no éramos jugadores propiamente dichos: éramos el lastre, el hándicap del equipo. Una vez que les falló el portero me usaron de recambio y detuve unos cuantos balonazos por puro azar, varios de ellos mediante el procedimiento de hacerme un gurruño y taparme la cara con las manos. Cada vez que un delantero rival se acercaba a la portería, los de mi equipo se ponían a cantar a Los Calchakis: "Pum, pum, ¿quién es? Cierra la muralla". Me escoció bastante pero a partir de ahí descubrí cierta simpatía por el guardameta de fútbol, el Gary Cooper del campo, y años después me atrajo de inmediato aquel sombrío título de Peter Handke, El miedo del portero al penalty.
En aquellos tiempos en que los chavales vivíamos a pie de calle, no era nada fácil construirse una identidad masculina fuera del fútbol. Más de una vez me cuestioné mi virilidad mientras leía a Neruda o escuchaba a Puccini. Más tarde comprendí que vivía en un país extraño donde la discusión política, más allá de la izquierda o la derecha, de la monarquía o la república, se resumía en si uno era del Barca o del Madrid, del Sevilla o del Betis. Un país que se indigna con el trato de favor a la infanta Cristina pero disculpa las deudas millonarias de los grandes equipos mientras contempla el fraude fiscal de Leo Messi como si fuera un regate. Un pueblo capaz de echarse a la calle si su equipo baja a segunda, pero que mira para otro lado al enterarse de que el Ayuntamiento de Madrid le echa todas las manos que hagan falta a Florentino Pérez o de que en el fichaje de Neymar hubo un pufo de más de treinta millones. Nadie ha definido tan bien esa pasión visceral e intransitiva como Eduardo Mendoza en una novela en que su detective bipolar va caminando por las calles de una ciudad completamente desierta a las seis de la tarde (creo que era Albacete) y al final entra en un bar y descubre a una muchedumbre agolpada frente al misterio del televisor. "¿Quién juega?" pregunta el muy ingenuo. Le responde un bramido unánime: "¡España contra unos cabrones!"
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