Punto de Fisión

La pedagogía en Dinamarca

De vez en cuando llueven noticias del mundo exterior que le confirman a uno que en todas partes cuecen habas y que España no es tan different como presumía Alfredo Landa. En lo que atañe a la crueldad con los animales, creíamos estar solos en el podio de esos duros deportes que son la matanza de gatos o el apedreamiento de perros hasta que uno echa un vistazo al escabeche japonés de delfines o al funcionamiento de un zoo en Dinamarca. En el de Copenhague les sobraba una cría de jirafa y, como exportarla a otro zoológico o venderla a uno de esos excéntricos millonarios encariñados con los bichos queda fuera del reglamento (ya que el tráfico de criaturas vivas está rigurosamente prohibido), decidieron aplicar el sistema de control de población, es decir, que liquidaron a la jirafa, la descuartizaron y se la sirvieron cruda a los leones para que recordaran el sabor de su hábitat.

Esto de cuadrar las cuentas a base de carnicería puede parecer cruel pero es el pan nuestro de cada día en los zoológicos, esos alegres recintos penitenciarios construidos para pasmo de los niños y prosperidad de veterinarios sin principios. Un zoológico es un jardín con forma de cárcel donde los animales salvajes languidecen y se vuelven locos sólo para que unos mostrencos a lo Homer Simpson resuman su amor por la naturaleza en unas cuantas frases estilo Caperucita: "Qué dientes más largos", "Qué trompa más fea" o "Qué culo más colorao, pásame los cacahuetes".

El zoológico es como el barco de vapor o el retrete de agujero, un anacronismo de mierda, un resto podrido del siglo XIX, de cuando la gente no podía viajar ni tenía revistas ni televisión ni películas ni una pantalla de internet donde contemplar la fauna variopinta que puebla el planeta. Lo novedoso del establecimiento penal de Copenhague es que, lejos de la hipocresía habitual de los demás zoológicos (donde los animales se asesinan en la trastienda), aquí decidieron mostrar al público la ejecución y posterior descuartizamiento de Marius, un animalito de dos años frágil como un morgaño, con especial hincapié en el adoctrinamiento del público infantil. Según el portavoz del zoo, Steanbel Brok, "le dimos a los niños una enorme enseñanza sobre la anatomía de una jirafa, cosa que no habrían visto en una foto, y me siento orgulloso de ello". Ni el orangután lo habría dicho mejor. Castrar al animal era otra posibilidad, para evitar la temida consanguinidad que tantos problemas causa en los zoológicos y en las casas reales europeas, pero a Bengt Holst, director científico del centro, le pareció que la castración podía tener consecuencias adversas para la jirafa. Consecuencias que evitaron con una pistola de perno y un cuchillo de carnicero.

El caso es que los chavales daneses concluyeron su visita al zoo con un espectacular baño de sangre, como en plena sabana, aunque se quedaron sin saber si las auténticas bestias estaban dentro o fuera de las jaulas. Hubiera sido más edificante (para los niños y para el público en general) que sacrificaran y destazaran a hachazos a Beng Holst, director del centro, antes de echarlo de almuerzo a los leones, y que luego caparan a Steanbel Brok y a los veterinarios que participaron en la matanza, con el fin de evitar que sigan propagando sus diversas taras. Por desgracia, como ya anunciara Unamuno, la españolización de Europa prosigue imparable incluso en la tierra del príncipe Hamlet, donde el no ser le gana terreno al ser a pasos agigantados. El triste final de Marius es una lección sobre la naturaleza (y no digamos sobre la naturaleza humana) que deja pequeña aquella anécdota que contaba Foxá sobre un padre que intentaba consolar a su hija del espectáculo brutal del toreo: "No llores, bonita: mira, mira cómo el toro le saca las tripitas al caballito".

 

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