Punto de Fisión

Panero en su jaula

Creo que era Michi Panero, aunque puede que fuese Juan Luis, quien decía en un momento de El desencanto (la tenebrosa película de Jaime Chávarri sobre los tres hermanos que es también el documental más revelador sobre la historia del franquismo) que ellos eran un fin de raza. La frase obtuvo ayer una resonancia inesperada al conocerse el fallecimiento de Leopoldo María Panero, el más extraño de los tres, verdaderamente el último de su raza, un poeta que se probó casi todas las máscaras que la poesía ha ofrecido al hombre en los últimos dos siglos (el visionario, el borracho, el hechicero, el proscrito, el rebelde, el maldito, el loco, el ángel caído) y que al final, como en el poema de Brian Patten, se probó su propia cara y ya no pudo quitársela de encima.

Mientras otros poetas, algunos de ellos grandes y respetables, se disfrazan de alquimista y visitan la locura a horas fijas, bien de nueve a una, bien en breves excursiones domingueras, Panero habitaba la locura incesantemente, a tiempo completo, haciendo cabriolas sobre el abismo en un ejercicio de escalada que tenía algo de exhibicionismo y mucho de auténtico peligro, como saben bien los amigos y admiradores que de vez en cuando iban a verlo al manicomio de Mondragón y se atrevían a sacarlo a la calle como el que saca a pasear un leopardo. Había que firmar un documento en que uno se hacía responsable de lo que pudiera pasar y esa rúbrica era ya el ingreso al territorio lúcido e implacable de la locura, un recorrido por bares y tabernas donde el leopardo se atiborraba de cigarrillos y coca-colas e iba intercalando los silencios con frases donde podía haber de todo, iluminaciones, versos deslumbrantes, insultos, chorradas sin sentido, brotando entre la queja amarga y rota del animal herido.

Al igual que Ezra Pound, Panero sufrió la jaula del leopardo en diversos manicomios donde la psiquiatría y la farmacopea fracasaron miserablemente en el intento de domesticarlo. "España es una enfermedad mental" dijo una vez con su voz rajada, una sentencia que en su caso podía ser un elogio, porque también dijo lo mismo del tabaquismo y de la literatura. Los médicos, al igual que los críticos, nunca supieron muy bien qué hacer con él, dónde meterlo, dónde clasificarlo. En los tinglados oficiales de la poesía, Panero era el anarquista de la bomba en el pecho, el terrorista imprevisible que en cualquier momento podía levantarse y armar una bronca a voces que a veces era pura desesperación y a veces poesía pura. Recuerdo una lectura suya en un colegio mayor de Madrid, cuando el pope que dirigía el acto estaba presentándolo a la audiencia y de improviso Panero se levantó, se subió los pantalones hasta el ombligo y anunció en voz bien alta: "Voy a mear". El presentador, un hombre curtido en mil y una verbenas, apenas pestañeó y, mientras Panero se dirigía tambaleante y borracho en busca de los servicios, lanzó un guiño cómplice a la audiencia: "Estos poetas". Siguió hablando como si no hubiera pasado nada, sobreponiéndose al chorro de orina que en esos momentos repiqueteaba en las cabezas de todos los presentes como en la calva del capitán Hook, y continuó haciéndolo hasta que Panero regresó y se sentó sin ninguna ceremonia. Dos minutos después volvió a levantarse y anunció de nuevo: "Voy a mear".

Cuantos amantes de la poesía, cuantos maridos, cuantos novios y viudos habrán suspirado satisfechos al saber que el leopardo más huidizo de la literatura española ha sido cazado al fin y pueden exhibir su piel en los obituarios. Cuantos críticos habrán clavado al fin la mariposa entre dos fechas. Parafraseando a Onetti, ayer la muerte de Leopoldo María Panero dejó de ser un asunto privado.

 

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