Punto de Fisión

La rubia se come la anchoa

Sólo sabía que el debate empezaba a las diez y media en TVE, pero no estaba seguro si en la primera o en la segunda cadena. Cuando encendí el aparato, en la primera todavía zumbaba el teledario mientras en la segunda rugía un documental dedicado a Grandes Cataclismos: terremotos, ciclones, incendios, catástrofes en general. "Va a ser aquí" me dije, aunque Valenciano y Cañete tampoco me parecían merecedores de nada más allá de un dos o un tres en la escala de Richter. A lo mejor Cañete un cuatro si se acercaba a un yogur o a una lata de anchoas. No eran fenómenos naturales con alto rango de destrucción como Aznar, Zapatero o Rajoy.

Me equivoqué, porque el debate tuvo lugar en la primera y porque sí me descubrió un fenómeno natural de la oratoria televisiva, Elena Valenciano, una mujer que parece hecha para gustar a la cámara y que se desenvuelve en los platós con una soltura natural, muy por encima de la histeria de Chacón, la rigidez de Zapatero o la sosería elemental de Rubalcaba. En el sentido puramente escénico (en un debate en televisión no suele haber otro), el debate se puede resumir en una sola frase: Valenciano se merendó a Cañete de una sentada. Llevaba hambre atrasada y empezó algo nerviosa, comiéndose alguna palabra, encogiéndose de hombros como si estuviera tiritando, amagando con la derecha, como si la derecha no fuese con ella. Pero poco a poco, a medida que el debate se iba calentando, cobró serenidad y ganó en astucia, dejando que su adversario fuese mostrando uno a uno sus flancos débiles, que son casi todos.

Más que un combate de boxeo, que suele ser la alegoría que ilustra este tipo de guiñoles, se trató de un encuentro entre judokas donde Valenciano jugó habilmente con el peso de su adversario. Y era un peso considerable, el suyo propio (con esa estampa decimonónica y el ridículo rosario de sus anécdotas) y la carga tremenda de errores, mentiras y desmanes con los que el PP ha asfixiado a España durante dos años y pico. Cañete empezó bajando los ojos, lo cual siempre es un mal síntoma, buceando en sus papeles, rehuyendo la lucha abierta y defendiéndose detrás de unos gráficos bastante cutres que le debía haber dibujado algún pintor en paro. Habló de vaguedades, de futuro, de hijos, de españoles, esas abstracciones fantásticas en las que el PP pinta sus promesas antes de descender a las niñas y a los chuches.

Tras la habitual guerra de cifras en que uno y otro contendiente se arrojaron los millones a la cabeza como si salieran del cielo platónico en lugar de nuestros propios bolsillos, a Valenciano no le resultó muy difícil empezar a golpear en los puntos neurálgicos de la gestión mariana: el desempleo, el fraude fiscal, el destrozo de la educación, la sangría de la sanidad, la inmigración, la infamia del rescate financiero. Nombró incluso tres nombres propios que asustarán a generaciones de españoles durante décadas: Bankia, Rato, Blesa. Esgrimió el anteproyecto de ley del aborto (que Cañete intentó ocultar bajo la mesa) como un atentado a la libertad de las mujeres y le preguntó cómo era posible una reforma de la justicia que criminalizaba a los médicos mientras que liberaba a docenas de narcotraficantes.

En vez de contestar, Cañete recurrió a la vieja canción de la herencia recibida y luego se refugió en los alimentos, que es su terreno natural. Ahí ya se puso estupendo, al hablar de la agricultura, la pesca y los productos lácteos, su tema favorito. No se escudaba en los papeles ni necesitó ningún gráfico para decir que con el PP había aumentado la pesca de la caballa, lo cual elevaba su gobierno al rango apostólico. Pero tampoco respondió nada cuando Valenciano le hizo la llave de la política cultural, la destrucción de empleo en el sector, la subida brutal del IVA para la industrica del cine y los libros. "Ustedes tienen un serio problema con la libertad" dijo, y Cañete a cada minuto que pasaba estaba más tenso; el abuelito tranquilo que habían diseñado los asesores de imagen se descompuso en el tramo final del debate en una imagen de Moisés perdido en el desierto, con los mandamientos desparramados por la mesa y alzando, en lugar del dedo habitual, un bolígrafo rojo. De censor, probablemente, porque de comunista no parece. Valenciano remató la faena con aquella frase soez en que Cañete comparó a las mujeres con un regadío y el bolígrafo ya se le arrugó del todo como símbolo fálico. De la anchoa aquella que Cañeta iba a pasear por Europa no quedaron ni las barbas.

De Europa, eso sí, se habló poco.

 

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