Punto de Fisión

El Jueves abdica los viernes

A la abdicación del rey Juan Carlos siguió, apenas tres días después, la de seis dibujantes de El Jueves. Técnicamente hablando, la primera abdicación, la que provocó la reacción en cadena, fue la de Alfredo Pérez Rubalcaba, un hombre a quien lo de fundirse con las sombras le gusta tanto que ni siquiera quiso ser el muerto en el bautizo. También hubo tres directores de periódico a los que quitaron la silla meses antes del seísmo, pero eso no son más que preludios del terremoto real, igual que aquellas cintas de cassette donde se oía un eco fantasmal de la música segundos antes de que la música empezara.

El viernes, mientras almorzaba con unos amigos, discutimos las réplicas posteriores del terremoto, es decir, la abdicación en bloque de un sexteto de dibujantes cómicos. En general estábamos de acuerdo en que la portada era bastante floja en comparación con algunas de las salvajadas típicas de El Jueves, pero no parecía muy probable que hubiesen retirado sesenta mil ejemplares de la calle sólo porque en la Casa Real esperasen algo más fuerte. La portada, por si alguien no la ha visto todavía, consistía en una caricatura del rey que le pasaba a su hijo una corona floreciente de moscas y manchada de heces. Siempre me ha irritado la superioridad explícita del dibujo sobre la letra escrita: mientras que Salman Rushdie tuvo que escribir una novela de dimensiones considerables, a un dibujante danés le bastó con hacer un monigote de Mahoma para que casi pusieran precio a su cabeza.

Fuese orden directa desde la Casa Real o un canguelo repentino de los editores de RBA, nuevamente la portada prohibida ha logrado una difusión imposible de alcanzar para la versión no censurada. Algo semejante ocurrió con aquella caricatura de los futuros reyes en un yate: un chiste obsceno que, de haberse publicado, apenas habrían visto cincuenta mil personas y que sin embargo acabó dando la vuelta al mundo. Cuando le preguntaron en una entrevista en caliente al dibujante Guillermo si se arrepentía de lo que había hecho dijo que no. Y cuando le especificaron que si habría cambiado algo del dibujo respondió: "Sí. Le habría puesto más tetas".

Las lecciones que se pueden extraer de esta historia son todas ellas obvias. Es prácticamente imposible censurar algo en estos tiempos de internet, porque el relato de la censura correrá mucho más rápido y más lejos que el dibujo. Otra cosa es que ese acto de censura no resulte inútil, porque no está la vida como para renunciar al curro en una de las escasas revistas satíricas que quedan en el mercado y que además es la decana de todas ellas. En una viñeta donde explicaba su decisión de abandonar el barco, el dibujante Albert Monteys transmitía la prohibición expresa por parte de RBA de hablar de la Casa Real en la portada: "En el interior, nos dicen, podéis hacer lo que os pete". Lo cual quiere decir que una imagen vale más que mil palabras, al menos para los editores. Tengo la sospecha de que casi nadie leyó el interior de la revista, algo parecido a lo que le sucedió a Rushdie, cuya unánime condena vino cifrada en el título, en la solapa y en las noticias de la prensa. Me parece que él tuvo la mala suerte de que uno de sus pocos críticos atentos fuese Jomeini, a quien tampoco le haría ninguna gracia verse retratado como personaje de novela.

 

 

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