Punto de Fisión

Eli Wallach, feo porque sí

Eli Wallach no se hacía ilusiones. Por feo ganó el papel que lo llevó a la fama y por feo quería que se le recordara en su epitafio. Así tituló su autobiografía: El bueno, el malo y yo. Un día se enteró de que Sergio Leone andaba haciendo un casting de tipos dificilitos de ver para su siguiente película y se llevó el papel de calle. Ya había hecho algunas apariciones sonadas, especialmente la del bandido Calvera en Los siete magníficos, donde debía contrarrestar con su sola presencia física a una ilíada de héroes que incluía a Steve McQueen, a Yul Brynner, a James Coburn, a Horst Buchholz y a Charles Bronson. En el tercer western de Leone, Wallach equilibró con su formidable mímica el hieratismo mortal de sus dos antagonistas: el Bueno, empedrado en el rostro de Clint Eastwood, y el Malo, que portaba el luto y el cinismo de Lee Van Cleef.

Cuando se pelearon poco después, porque no quiso protagonizar Once upon Time in the West, Leone dijo de Eastwood que como actor tenía únicamente dos expresiones: con sombrero y sin sombrero. A cambio, Wallach en el rol de Tuco ofrecía tal repertorio de gestos, guiños, sonrisas, muecas y cambios de estado de ánimo que parecía un elenco de Broadway en una sola pieza. La escena de la bañera quedará como uno de los grandes duelos míticos del cine: Tuco está relajándose en un baño de espuma y de repente entra a matarlo un tipo manco. Al verlo desnudo, tumbado en la bañera, el pistolero empieza a largar el típico sermón mortuorio que en su caso resulta fatal; Tuco, desconfiado como él solo, se baña con un revólver en lugar de jabón y le larga cuatro balazos submarinos que lo dejan seco. "Cuando se dispara, se dispara. No se habla".

Esta lección de decoro siempre lo acompañó en una carrera llena de altibajos pero llevada con innata prestancia e impresionante dignidad. En una cara amueblada con varios accidentes perturbadores (la nariz demasiado grande, la frente demasiado ancha, dos astutos dientes de roedor que a menudo sobresalían de los labios escuetos) brillaban los ojos inteligentes y certeros, unos ojos oscuros que se enteraban de todo. Fue él quien persuadió a Henry Fonda para que aceptara el papel de asesino en el grandioso western crepuscular de Leone. Cuando el genial actor dudaba de que un italiano pudiera saber algo sobre el Lejano Oeste, Wallach le convenció: "Créeme, Sergio lo sabe todo sobre el Oeste". Y gracias a él, la mirada más limpia, más pura y más azul que ha dado el cine se esmaltó con el cloro del crimen.

Nadie puede hacerse una idea de lo variada y extensa que fue la filmografía de Eli Wallach si no ha jugado alguna vez al Factor Bacon, esa versión cinematográfica de los seis grados de separación donde un programa de ordenador, digas el nombre que te dé la gana, logra aparearlo en tres o cuatro pasos con el actor Kevin Bacon. Al elegir las opciones más inverosímiles (actores rusos, españoles o yugoslavos) siempre aparece Eli Wallach, que trabajó con él en Mystic River, para unir el mundo entero en una telaraña de intérpretes de todos los lugares y épocas.

Un día Coppola lo llamó para forjar al contrincante definitivo de Michael Corleone, don Altobello, un vejete encantador al que Wallach prestó su cercanía de compadre y su terrible elegancia. Taimado cual reptil, a Altobello lo perdía la gula, una bandeja de cannoli envenenados que masticaba a dos carrillos en su palco de la ópera de Palermo y que se le atragantaban con la muerte. Era tan buen actor que siempre lo recordaremos haciendo de mexicano o de italiano, aunque nadie era más judío que él: de hecho, tenía un nombre, un apellido y un rostro más hebreos que todo el parlamento de Israel. Con Eli Wallach se nos va uno de esos secundarios de pura raza, de los que ya no quedan, de los que se robaban la película en tres fotogramas, el tiempo que le daban para carcajearse o guiñar un ojo. Suene lo que suene en su funeral, del ataúd saldrá una carcajada espectral y música de Morricone.

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