Punto de Fisión

De monos y de hombres

Entre continuaciones y remakes, libros y cómics, está Hollywood que parece el Rastro. Con El planeta de los simios hay tantas precuelas y secuelas que pasa lo mismo que con algunos políticos, no se sabe ya si el mono viene antes, si viene después o si todavía no se ha ido. Puede que me confunda la nostalgia, pero considero la primera película de Franklin J. Schaffner de 1968 como una de las tres cintas inmortales de la ciencia-ficción, junto a 2001 de Kubrick y Blade Runner de Scott. Es posible que no saliera tan redonda como sus compañeras de podio, pero sin duda resulta más perturbadora y apocalíptica: prácticamente no hay imagen comparable en toda la historia del cine a ese final en que Charlton Heston tropieza con el torso de la Estatua de la Libertad en una playa desolada y empieza a maldecir las guerras. Luego vimos a los marcianos reventando la Casa Blanca, olas gigantes anegando Nueva York e incluso dos aviones de pasajeros rememorando a King Kong en las Torres Gemelas, pero esa heráldica de la destrucción ya estaba contenida en la maldición de Heston, que sólo entonces, al ver la dama de Elche americana tronchada por el mar, comprendía que había vuelto a casa.

No he leído la novela de Pierre Boulle, pero sospecho que el desasosiego brutal que provocó en su momento la obra maestra de Schaffner proviene de haber unido en una fábula aterradora dos ideas que cortan la digestión a cualquiera: el génesis y el apocalipsis, el principio y el final. En 1968 la clausura más que probable de la civilización humana a causa de una hecatombe atómica estaba en su apogeo merced a la locura de la guerra fría y al recuerdo de aquella atroz partida de póquer nuclear que jugaron Kennedy y Kruschev en las aguas del Caribe. Muchos años después, escribía Martin Amis en el prólogo a su libro de relatos Los monstruos de Einstein que él pertenecía a una generación para la que era imposible olvidar (y perdonar) la horrenda amenaza que había pendido sobre la raza humana durante décadas enteras. Diversas películas habían fantaseado con la posiblidad de la destrucción total (La hora final, de Kramer, era una de las mejores) pero fue nuevamente Kubrick quien dio en el centro de la diana con Teléfono rojo, una grotesca comedia bélica que culmina en una orgiástica sucesión de hongos atómicos. Tal vez sea casualidad, tal vez armonía preestablecida, pero El planeta de los simios encabalga en una sola elipsis dos de las visiones seminales de Kubrick: ese encadenamiento de explosiones nucleares y el primer brillo de la inteligencia en una tribu de homínidos al borde de una charca prehistórica.

Heston (que antes de hacerse famoso como predicador de escopeta fue actor más que respetable y un hercúleo especialista en catástrofes fílmicas) le presta a la distopía de Schaffner su físico de auriga y su decidida mandíbula yanqui, justo lo que requería una historia donde el mono iba a darle la vuelta a la tortilla de la evolución y la razón a Darwin. Porque, más allá de su impresionante sorpresa final, la verdadera bomba de relojería introducida en la película era la discusión del origen: el escándalo de los orangutanes que no podían soportar la blasfemia de que un humano fuese capaz del milagro del lenguaje. Esa inquietante inversión de una sesión inquisitorial preludiaba, con décadas de adelanto, el auge del Tea Party y la invención de la Teoría del Diseño Inteligente, penúltimo baluarte de la religión ante el avance irresistible de la ciencia. Darwin tenía razón: no somos más que monos con pretensiones, los nuevos ricos del planeta, arribistas zoológicos sin humildad ni talento. Pero la idea de que apenas unos cuantos cromosomas nos separan del gorila y de la ameba es un hachazo aun más duro que la muerte de Dios o el exilio a un rincón de la galaxia: por eso a Darwin lo condenaron a llevar rabo en una etiqueta de Anís del Hombre.

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