Punto de Fisión

Soltar a un ruiseñor

Hay gente que se toma su carrera literaria con mucha pachorra. Cincuenta y cinco años ha tardado Harper Lee en publicar su segunda novela, Ve, aposta a un centinela, y eso únicamente porque una amiga abogada descubrió el manuscrito criando polvo en un cajón. En realidad, ese libro perdido durante más de medio siglo fue el primer original de Lee, quien lo envió esperanzada a la editorial Harper Collins. Allí un editor lo leyó y le gustó, pero no tanto como para publicarlo. Logró convencer a Lee para que escribiera otra historia ambientada en la niñez de la protagonista, Scout Finch, y relatada con la voz de la niña desde una perspectiva infantil. De ese consejo áulico nació Matar a un ruiseñor, una novela mítica, una de esas pocas obras maestras que, al igual que ocurriera con Las uvas de la ira, de Steinbeck, dio pie a una película tan prodigiosa que por poco la eclipsa. Pero nada ni nadie podía eclipsar a Atticus Finch, el abogado justo, el padre que todos quisiéramos ser. Nadie, ni siquiera Gregory Peck.

En la historia de la literatura hay muy pocos escritores célebres por haber escrito un solo libro y ahora Harper Lee, que anda ya cerca de los noventa, acaba de romper su propio maleficio. Juan Rulfo necesitó dos, los cuentos de El llano en llamas y la pesadilla infernal de Pedro Páramo, para entrar en el muy selecto club de los novelistas que no escriben, o al menos que no publican. Desde la temprana edición de su primera y ultima novela, se pasó el resto de su vida contestando a la pregunta de cuándo iba a sacar la próxima. Ya un poco harto, le dio por responder que estaba corrigiendo y corrigiendo un manuscrito, de nombre La cordillera, que jamás vio la luz. A un profesor estadounidense especialmente pelmazo le reveló que su inspiración se agotó el día en que se murió un viejito mexicano que le contaba historias terribles de su pueblo. Él, Rulfo, no había hecho más que transcribirlas y arreglarlas un poco, pero a la memoria desahuciada de ese viejito anónimo le debía los relatos magistrales de El llano en llamas y la estructura caótica de Pedro Páramo. Y por eso ya no escribía más, porque su propia imaginación no estaba a la altura de la de aquella garganta profunda. El profesor regresó a su despacho y escribió un opúsculo titulado Las fuentes orales en la narrativa de Juan Rulfo.

En esa fauna de pájaros excéntricos y huidizos (Felipe Alfau, Joseph Mitchell), J. D. Salinger quizá sea el más excéntrico y huidizo de todos. Al igual que Lee, Salinger tenía alergia a los admiradores y a la prensa, y, tras cuatro libros magistrales, se refugió en un exilio hosco de donde únicamente le sacó la tozudez de un biógrafo fallido, Ian Hamilton, y, años después, un volumen de memorias rencoroso y justiciero, firmado por su propia hija, en donde ponía al descubierto todas sus manías y rarezas. Salinger tampoco tenía la culpa de que El guardián entre el centeno fuese el libro favorito de un montón de asesinos en serie, ni de que también lo llevara encima el hombre que mató a John Lennon. Se han armado docenas de teorías psicológicas y parapsicológicas para explicar esa predilección, pero probablemente la cosa tiene algo que ver con el analfabetismo. Probablemente era el libro favorito de tantos asesinos porque El guardián entre el centeno era texto de lectura obligatoria en muchos colegios estadounidenses y tal vez el único libro que habían leído en su vida.

De cualquier manera, como le dijo Anthony Burgess a Martin Amis en una entrevista, el estreñimiento literario siempre ha estado sobrevalorado. Después de acompañarlo en una comida donde dio cuenta de un martini, una botella de vino y varios whiskies de sobremesa, Amis pudo dar fe de la potencia creativa de aquel anciano bíblico, quien después de despedirse aún tenía que escribir sus cuatro o cinco artículos diarios, incluyendo uno para una revista de jardinería y sin contar las dos mil palabras que dedicaba religiosamente a la novela en que estuviera trabajando. A Burgess, cuando acababa de casarse por primera vez, los médicos le diagnosticaron un tumor cerebral y le concedieron apenas un año de vida. Como todavía era muy joven y se encontraba sin trabajo, se le ocurrió la peregrina idea de que en ese lapso de tiempo tal vez pudiera escribir unos cuantos libros con que dejarle una magra herencia a su futura viuda. Al cabo del año de vida concedido tenía terminadas tres novelas, la extraordinaria Trilogía malaya, y como vio que la muerte se retrasaba decidió seguir al mismo ritmo.

Lee, en cambio, obtuvo un éxito glorioso con su debut, uno de esos clamores unánimes y paralizantes que convierten de inmediato a un principiante en un autor póstumo. Se resignó a que la reconocieran únicamente como la autora de Matar a un ruiseñor, la madre de Atticus Finch, la amiga que acompañó a Truman Capote en los primeros pasos de su investigación criminal en un oscuro pueblo de Kansas. Capote, que fue su amigo de la infancia y que aparece más o menos disfrazado en el niño esmirriado amigo de la protagonista, dijo una vez, entre sus muchas injurias, la notoria maldad de que la única manera de que cualquier escritor americano vivo aumentara exponencialmente las ventas de su próximo libro era morirse. Harper Lee ha roto también ese maleficio: va a publicar de una tacada dos millones de ejemplares de su nueva novela y el ruiseñor sigue tan vivo y hermoso como el primer día.

 

Más Noticias