Punto de Fisión

Autorretrato con niña muerta

Alfonso Basterra, el padre adoptivo de la niña Asunta, se hizo siete fotografías ante el ataúd de su hija en el tanatorio de Boisaca en Compostela. Dejando aparte sus testimonios contradictorios, sus mentiras y sus coartadas falsas, estas siete fotografías arrojan una sombra espeluznante sobre el crimen. A lo largo de mi vida he acudido, por desgracia, a unos cuantos entierros y en algunos han pasado cosas raras, pero nunca nada tan excepcional como que un padre se retrate delante del féretro de su propio hijo.

Un psiquiatra ha calificado este acto como "un selfie necrológico y narcisista", pero creo que no hace falta ningún título ni ninguna experiencia médica para comprender que hay algo profundamente morboso y malsano en un personaje capaz de hacer eso. No una, no: siete fotos. El hombre no se metió dentro de la sala donde velaban el cadáver, junto al crucifijo y las coronas de flores; tenía que jugar con su reflejo en el cristal y necesitó siete intentos hasta que encontró lo que buscaba: un buen recuerdo de la muerte.

Piénsenlo bien, pónganse en situación: un padre, periodista freelance, que se coloca delante del cristal tras el cual reposa el pequeño ataúd blanco que guarda el cadáver de su hija; saca el móvil y empieza a hacerle fotos, cambiando de ángulo una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete veces. Y las conservó todas, como si las necesitara luego para escribir un reportaje. Es una escena aparatosamente real pero inverosímil, tanto que jamás se le ocurriría a un novelista o a un guionista de cine, no sólo porque marcaría en exceso el desequilibrio mental del improvisado fotógrafo sino porque no se la iba a creer nadie. En la terminología forense ese selfie equivale a los recuerdos que algunos asesinos se llevan del lugar del crimen o de la propia víctima para rememorar luego los asesinatos. Técnicamente se denomina "trofeo".

En esta historia escalofriante todo rezuma tristeza y soledad, la odisea de una niña huérfana en un país lejano que fue a caer en manos de unos padres fallidos y en lugar de amor encontró una dosis mortal de lorazepam. El instructor del caso aprovechó el revuelo mediático y publicó una novela, en septiembre del pasado año, que narra la desaparición de una niña de 13 años. Lo más triste de todo es pensar en la cantidad de tests y pruebas psicológicas que pasaron Rosario y Alfonso hasta que finalmente un tribunal decidió que eran aptos para criar un niño. Esa es la ironía máxima, pensar en cuántas parejas han fracasado en sus intentos de adopción, en cuántas criaturas siguen presas en los orfanatos africanos y asiáticos, para ver finalmente cómo ha acabado la historia de Asunta, envenenada gota a gota y abandonada en una cuneta.

En el pasado junio salieron a la luz, en el sumario del caso, unas fotos en los móviles de ambos cónyuges y en el portátil del padre, en que se veían tétricas imágenes de la hija sedada. A pesar de que habían cambiado el disco duro del ordenador, la policía siguió el rastro de unos archivos borrados que les llevó hasta un extraño material pornográfico protagonizado por mujeres asiáticas. No lo consideraron más que un indicio pero, según uno de los investigadores, la niña aparecía tumbada en la cama, envuelta entre los pliegues de la ropa, como un cadáver en una mortaja.

 

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