Punto de Fisión

Pero sigo siendo el rey

Entre el desfile interminable de limusinas y cochazos de lujo que acudió a la toma de posesión de Tabaré Vázquez, nuevo presidente de Uruguay, de repente apareció un viejo y abollado Volkswagen en el que llegó el ex presidente José Mújica, uno de los pocos dirigentes mundiales que encarna la excepción que confirma la regla. Mújica se bajó del auto de ruedas casi deshinchadas y pintura azul desvaída con su pinta de abuelete jubilado (que es exactamente lo que es): un avatar de Vaclav Havel, después de dejar el cargo, alejándose a pie por las calles de Praga con una cartera en la mano.

Para no desentonar con su escarabajo, Mújica tiene una chacra, una humilde granja cerca de Montevideo en la que se alza su pequeña cabaña de madera donde vive rodeado de perros y de libros. Tal vez porque sufrió quince años de cautiverio, su vivienda recuerda la frugalidad de una celda: el fregadero de la cocina, las sartenes puestas a secar, las paredes desconchadas, la bombilla para cebar el mate. En el otro extremo de la escala, otro abuelete jubilado, el ex rey Juan Carlos, se preparó para el relevo presidencial con una semana a todo trapo en Casa de Campo, uno de los más lujosos complejos residenciales de la República Dominicana. Tras la ceremonia, la tarde del domingo, los dos ancianos se encontraron frente a frente en el patio de la chacra de Mújica, donde el rey se sentó en una mecedora artesanal confeccionada con tapones de refrescos. "La gente dice que soy pobre, pero no lo soy porque tengo lo que necesito para vivir; pobres son los que precisan mucho", bromeó el uruguayo. Y luego añadió: "Tú no puedes, tú tuviste la desgracia de ser rey, te pusieron arriba de un florero".

El ex rey tuvo el detalle de no corregirle y explicarle que la desgracia es toda nuestra; que pobre, lo que se dice pobre, nunca lo había sido, campechano como mucho, pero que todavía recordaba los tiempos en que su familia andaba por ahí dando sablazos a salto de mata. Tampoco le dijo que su reinado consistió básicamente en alejarse todo lo posible de la pobreza, rodeándose de lujos, de amigos millonarios, banqueros con gomina, sátrapas saudíes, y cazando elefantes y rubias insaciables. Durante unos momentos fueron simplemente dos jefes de Estado licenciados intercambiando cromos y recuerdos. "Yo he dejado a mi hijo ahora", dijo elípticamente el rey, dejando algo colgado el verbo, sin precisar si Felipe era objeto directo o indirecto. Por lo demás, Juan Carlos cada vez se parece más a la letra de aquella célebre ranchera: "Con dinero y sin dinero / hago siempre lo que quiero / y mi palabra es la ley. / No tengo trono ni dueña / ni nadie que me comprenda / pero sigo siendo el rey".

Muchos años atrás, en 1978, un joven Juan Carlos I le impuso personalmente el Collar de la Orden de Isabel la Católica a otro jefe de Estado sudamericano, el general Rafael Videla, insigne genocida que ya había sido condecorado con la Gran Cruz de la Orden del Mérito Militar del Estado Español. Por lo visto, el rey, en su campechanía, no se había enterado de la marea de sangre que bañaba Argentina; ni siquiera leyó ni una sola de las cientos de cartas desesperadas de familiares españoles secuestrados por la dictadura militar que le pedían ayuda. Marcelino Oreja sí las leyó, con extraordinaria placidez además, pero justificó aquel bostezo criminal de nuestros dirigentes con estas palabras dignas de figurar en una nota a pie de página en la borgiana Historia universal de la infamia: "El gobierno español rechaza las posiciones de humanitarismo selectivo y se opone a utilizar el tema de los derechos humanos como arma arrojadiza contra los adversarios políticos". "Humanitarismo selectivo", ni Goebbels lo hubiera expresado mejor. Encima de su florero, el rey florece. Pero sigue siendo el rey.

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