Punto de Fisión

Confesión a micro abierto

Robert Durst, un millonario estadounidense al que la policía llevaba investigando desde hacía décadas por diversos crímenes, entró en el baño sin darse cuenta de que aún llevaba puesto un micro encendido. "¿Qué demonios hice?" se oye la pregunta retórica en la voz de Durst. Y a continuación, la respuesta: "Los maté a todos, por supuesto". Este sencillo monólogo teatral puede costarle a su orgulloso autor la silla eléctrica.

Lo mejor de todo es que, en aquel preciso momento, Durst era el protagonista de un documental (llamado premonitoriamente El gafe) cuya grabación había encargado personalmente. Un asesino que había matado a varias personas, que había salido airosamente impune de juicios y acusaciones, no se conformó con la absolución sino que además quería dar su propia versión de los hechos. La noticia no aclara si fue al baño a hacer aguas menores o mayores, pero, si sólo iba a mear, Durst la cagó bien cagada. Una fehaciente demostración de que, en efecto, los hombres somos incapaces de hacer dos cosas al mismo tiempo.

Probablemente, Durst se miraba al espejo mientras recitaba en voz alta su confesión de asesinato. Lo lógico es atribuir sus palabras a un desliz, un error, un exceso de confianza, aunque lo realmente inquietante de esta historia es que seguramente Durst quiso hacerlo. Ressler, el célebre cazador de asesinos en serie y fundador de la sección de Ciencias del Comportamiento en Quantico, descubrió que muchos homicidas psicópatas están pidiendo a gritos que los detengan. Dejan pistas, corren riesgos gratuitos, compiten con la policía, organizan juegos macabros, pero hay un punto en que la soberbia se les va de las manos y tienen que rubricar el asesinato. Sí, he sido yo, qué pasa. La payasada de Durst me recuerda no sé si un relato de Poe o un tebeo que leí de niño, una historia en que un asesino iba paseando muy ufano con sombrero y bastón, saboreando las muertes que acababa de infligir, cuando de repente comprendía que no iba a poder contenerse, que él mismo iba a airear en plena calle su hazaña monstruosa. Se tapaba la boca y echaba a correr pero al final voceaba la sangrienta verdad en medio de una muchedumbre donde, no sólo por azar, bostezaba un policía.

Nunca sabremos si Durst se pasó de listo o de tonto, si le estaba hablando a su reflejo o si fue su subconsciente quien organizó el rodaje, la puesta en escena, el monólogo del baño. Cuando creemos que nadie nos escucha, es cuando soltamos la verdad; les ha ocurrido a un montón de políticos que gruñían entre dientes sin saber que ahí, en la solapa de la chaqueta, había una oreja atenta. Desde el rotundo "gilipollas" que Bono dedicó a Tony Blair, al "vaya coñazo que he soltao" de Aznar, pasando por aquel gazapo monumental de Jordi Sevilla que le aseguró a Zapatero que en dos tardes lo iba a poner al día en cuestiones económicas. Se nos están haciendo muy largas.

Juan de Mairena, aquel magnífico profesor, heterónimo de Antonio Machado, les explicaba un día a sus alumnos la importancia que tenía en las obras de teatro ese momento en que el personaje, Hamlet o Segismundo, lanzaba al público su monólogo a solas. A los alumnos de Machado les parecía un recurso ridículo, caduco e inverosímil; entonces Mairena replicaba si no les parecía raro que un teatro tuviera sólo tres paredes, en lugar de cuatro, como toda habitación que se precie. Los alumnos protestaban diciendo que, en caso de levantar la cuarta pared, el público no podría enterarse de lo que sucedía en escena. Y entonces -replicaba Mairena- cómo iba a saber el público lo que sucedía en el interior del personaje, si no lo expresaba él en voz alta. Con ayuda de un micro y un breve monólogo, Robert Durst acaba de hacer mutis por el foro.

 

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