En un primer momento, cuando el fiscal francés reveló el contenido de la caja negra, la psicología tomó el lugar de la aeronaútica. Como, al parecer, no había fallos mecánicos detrás de la tragedia que acabó con la vida de 150 personas, se ratificó una vez más que el factor humano sigue siendo el eslabón más frágil de la cadena. Sin embargo, tan sólo con escarbar un poco en el historial de Andreas Lubtiz, aparecen varios elementos perturbadores que incluyen diversos episodios de depresión, trastornos de ansiedad e incluso un desprendimiento de retina. Dieter Wagner, un compañero del club aéreo, ha declarado que volar sobre los Alpes era su pasión y que hacía poco le había acompañado en un vuelo sin motor muy cerca de la zona donde ha caído el aparato. Una azafata que fue novia de Lubtiz confesó que lo primero que le vino a la cabeza cuando se enteró de la catástrofe fue una frase que le dijo: "Un día voy a hacer algo que va a cambiar todo el sistema y todo el mundo sabrá mi nombre y lo recordará".
Aunque todos estos indicios juntos no pudieran profetizar lo ocurrido, los fragmentos sueltos de su pasado acaban encajando como las piezas de una pistola. Poco a poco, cuanto más sabemos de Andreas Lubitz, más lo desconocemos. Su estrepitoso final coincide con el del homicida que, de repente, agarra un hacha y decapita a su familia o con el del pistolero que entra en un restaurante y empieza a disparar al azar a los comensales antes de pegarse un tiro. Después, con la sangre ya enfriándose, los comentarios de vecinos y conocidos suelen girar en torno a un denominador semántico común: la normalidad. Era un tipo de lo más normal. Era muy normal, hasta que dejó de serlo. Lo único original en Lubitz ha sido la escala de la masacre y el arma que empleó: un avión de pasajeros en lugar de un hacha o una escopeta.
Ciertamente la psicología no es una ciencia exacta, pero parece que Lubitz ya había dado suficientes señales de alarma como para apartarlo de los mandos de un avión, no digamos ya como para dejarle pilotar a solas. Sin embargo, las mismas compañías aéreas que verifican escrupulosamente la presión de los neumáticos, el ángulo de los alerones, el desgaste de las piezas y todos los intrincados mecanismos que hacen posible el prodigio del vuelo (por no hablar de las bizantinas medidas de seguridad), no parecen dedicar mucho tiempo, dinero y esfuerzo a revisar el estado físico y mental del elemento esencial de la aviación civil. Tal vez no se le pueda reprochar a Germanwings que sus médicos fuesen incapaces de detectar el riesgo de una depresión, pero resulta asombroso que se les pasara por alto un desprendimiento de retina. Cabe preguntarse si un piloto de combate, que no está a cargo de más de un centenar de vidas sino de un costoso aparato con una sofisticada artillería, hubiera seguido trabajando en tales condiciones. Con lo cual, en última instancia, y como ya advirtiera Marx, la psicología cede terreno ante la economía. Afortunadamente, se trataba de una compañía alemana, gente seria y formal. Porque imagínense qué barbaridades no estaríamos oyendo y leyendo si el copiloto averiado y el avión caído pertenecieran a la filial de bajo coste de una compañía aérea griega.
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