Punto de Fisión

Aitor Mazo, buena gente

Era lo primero que se te venía a la cabeza al verlo aparecer en una pantalla, este tío tiene que ser buena gente. Aunque hiciera el papel de villano, que los tuvo a patadas en una filmografía donde, por esas cosas raras que ocurren, casi nunca llegó a pasar de secundario. Tenía una fisonomía, una presencia y una voz rotundas, pero como tantos otros actores españoles, creo que nunca encontró un papel que le hiciera justicia.

Hay actores que intimidan, actores que dan miedo, actores que dan igual y otros, muy pocos, que dan ganas de abrazarlos. Aitor Mazo salía por una esquina de la película, con su calva pétrea y sus ojos cálidos, y de repente te entraban ganas de conocer a ese tipo, irte de vinos con él, charlar un buen rato, que fuese amigo tuyo de toda la vida. En mi caso no pudo ser, aunque estuvo a punto de serlo, porque mi chica era buena amiga suya desde que trabajaron juntos en el rodaje de Animia de cariño. Ella siempre me comentaba las ganas que tenía de volver a verlo y de charlar con él, cita que se retrasaba porque Aitor andaba saltando de trabajo en trabajo hasta que ayer la puta muerte lo citó a traición para un cásting con sólo cincuenta y tres años.

Años atrás, Aitor nos regaló grabada en un cd La máquina de pintar nubes, una película que había dirigido junto a Patxo Tellería y de la que se sentía muy orgulloso. Tenía razones más que de sobra para sentirse así, aunque a mí me escamaba el título, que me parecía peligrosamente sentimental y aéreo. Esa misma noche nos quedamos pasmados con esa agridulce historia de aprendizaje que bordeaba la fábula, el drama y la comedia: la misma combinación inestable que intentaría luego en Bypass, su segunda película como director, y que parece exclusiva del cine italiano. Sin embargo, había tanta verdad en esa máquina, tanto amor a su ciudad, Bilbao, y al cine y a los actores, que daba auténtica rabia que una cinta de ese calibre hubiese pasado por los cines sin pena ni gloria, por culpa de los problemas de distribución y de una miopía nacional a la que estamos por desgracia acostumbrados.

La misma miopía que lo encasilló en sus roles secundarios y que ha sembrado los obituarios con la previsible mención a una de sus últimas interpretaciones, la de sacerdote con boina en Ocho apellidos vascos. Entre los papeles que ya no hará nunca también está el que quería ofrecerle mi amigo, el director Gonzalo Visedo, en la adaptación de mi novela Niños de tiza que lleva años intentando sacar adelante. Gonzalo leyó el libro, se puso a escribir el guión y entre las caras que le fueron surgiendo al primer golpe de vista estaban Antonio de la Torre y Aitor Mazo. Mucho más terrible, por supuesto, es su ausencia en esa película donde era protagonista absoluto, su propia vida, donde hacía como nadie de padre, de marido y de amigo: una bahía de abrazos, un hombre bueno, tranquilo e íntegro que ha dejado huérfanos a todos los que lo querían y a los que íbamos a quererlo, preguntándonos con cara de imbécil por qué y para qué diablos habrá tenido que irse a pintar nubes tan pronto.

 

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