Punto de Fisión

La caza del conejo

De toda la vida, en España, la cacería ha sido el lugar ideal donde amañar negocios, lavar trapos sucios, forjar amistades entre ministros, firmar contratos bajo cuerda y arreglar a tiros el país. Se percibe en esos lienzos de finales del XVIII poblados de validos astutos y borbones pánfilos a los que Goya pintaba cara de liebre, lechuza o jabalí según iban saliendo del pincel. Se percibe en esas fotos con cientos de codornices masacradas por el Caudillo y su corte de lameculos, donde el fotógrafo tenía que subirse a la cúspide de una escalera para retratar todo aquel mar de muerte en perspectiva. "Como se caiga de ahí" bromeaba Franco con su humor chusquero, "lo vamos a tener que poner junto a las codornices". Se percibe en esas películas (La escopeta nacional, Los santos inocentes y, sobre todo, La caza) donde los señoritos descargan sus ansias asesinas mientras hablan de sus cosas.

Entre Barberá, Camps y Castellano; entre circuitos de Fórmula 1, cúpulas de Calatrava y aterrizajes papales, en la Comunidad Valenciana se ha hecho política como se hace la paella: tú mete la tajada en el arroz, que ya verás luego qué ración te llevas en el cazo. En las concurridas cacerías valencianas, el delegado del Gobierno iba matando dos pájaros de un tiro, a veces tres: sazonaba perdices a perdigonazos al tiempo que repartía prebendas y contratos entre sus amigotes.

A Serafín Castellano lo han detenido por ejercer la amistad a escopetazos: 33 millones en contratos a cambio de jamones, rifles, relojes de lujo y regalos. Un nombre de ángel y la edad de Cristo en kilos, más católico no se puede ser. Castellano había vendido hasta el negocio de la extinción de incendios en concursos públicos donde, en la Comunidad Valenciana y en Cataluña, sólo se presentaba una empresa Avialsa, un procedimiento perfecto para asegurar la pieza, lo mismo que en un concursos de misses donde únicamente se pasea una señorita escuálida en ropa interior.

En La caza, la tremenda película de Carlos Saura (quizá la cinta que mejor explica lo que fue nuestra guerra y nuestra posguerra civil) Ismael Merlo se ponía muy misterioso para enseñarle a Alfredo Mayo un cadáver amojamado en una gruta y, así, con la complicidad que dan los huesos, poder pedirle un préstamo. Mayo se echaba a reír, puesto que sabía que vivía en un país donde basta pegar una patada en una cuneta para desenterrar un fémur humano. La película coló gracias a que el primer título que barajaron, La caza del conejo, fue amputado por la censura franquista. No era la primera vez que, gracias a su olfato literario, los censores mejoraban sensiblemente una película. El título conejil sonaba premonitoriamente a cine del destape, a Pajares y Esteso, los dos con boina y rifle montando chanchullos rústicos junto a algún concejal de urbanismo. La llegan a filmar en Valencia, les sobra Pajares, les sobra Esteso y además les sale un documental.

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