Punto de Fisión

En la muerte de Henning Mankell

Kurt Wallander se ha quedado huérfano. Es algo extraño decir esto cuando el sujeto de la frase es un personaje de novela ya al término de su existencia, un policía anciano y jubilado. Más aun cuando Wallander nació ya viejo, desengañado de la vida, harto de todo, tenaz y depresivo, en la primera novela de la serie, Asesinos sin rostro, en 1991. A pesar de contar con muchas de las características del prototipo policíaco (solitario, divorciado, obsesivo, alcohólico, melómano), el inspector Wallander se ganó en seguida la simpatía de millones de lectores que esperaban ansiosos cada entrega de la saga no tanto por la intriga criminal desarrollada en las páginas sino por las ganas de volver a encontrarse con un viejo amigo. Wallander se hizo un hueco en el corazón de la literatura no por su inteligencia sobrenatural, que tampoco era para tanto, ni por su olfato de sabueso, que muchas veces sufría de resfriado, sino porque resultaba humano, demasiado humano. Sabíamos por instinto -como ocurre algunas veces en los libros- que detrás de la tristeza, la compasión y la bondad de Wallander se ocultaba el alma grande de un demiurgo llamado Henning Mankell.

Porque Mankell, tan distinto a su criatura en tantos aspectos, se parecía a su inspector de ficción en algo fundamental: la certidumbre, corroborada día tras día, de que la humanidad es una mierda y el mundo un lugar horrible que no tiene arreglo, pero donde a pesar de todo hay que seguir en pie, sin desfallecer y sin arrojar la toalla; levantarse después de cada golpe y seguir adelante, sin desesperación y sin esperanza. Y lo hizo no tanto libro a libro, línea a línea, testificando en cada una de sus novelas la autopsia de la sociedad del bienestar, como luchando en primera línea de fuego -es decir, en el continente africano- contra la enfermedad, la ignorancia y la injusticia. Por eso fundó una editorial para traducir a escritores africanos y árabes casi desconocidos; por eso creó e impulsó el teatro Avenida en Maputo, la capital de Mozambique; por eso nunca dejó de alertar y financiar campañas contra el SIDA infantil en África.

En cierto modo, su detective era un alter ego suyo, un doble descreído y cabezón que rascaba sin cesar la costra de la sociedad escandinava para encontrar debajo, apenas disimuladas, las manchas del racismo, la falta de valores, el descrédito, la psicopatía. Tras los despiadados asesinos en serie, los traficantes de esclavos y los estafadores financieros se escondía la sospecha esencial de la novela negra: la idea de que el crimen no es tanto obra de un único villano como responsabilidad de la gente que no hace nada, que se lava las manos. Los políticos, los banqueros, los comerciantes, los trabajadores, las amas de casa, los estudiantes: todos los que hemos decidido mirar hacia otro lado.

Cuando le diagnosticaron el cáncer que ha acabado matándolo, Mankell miró a su asesino cara a cara, del mismo modo que Wallander enfrentaba su trabajo, y se dispuso a relatar el avance de la enfermedad, sus crisis y recaídas, en una serie de crónicas periodísticas recogidas en su último libro, Arenas movedizas. El título alude a una pesadilla que tuvo de niño, cuando soñó que moría ahogado en arenas movedizas, y que regresó con el descubrimiento de su enfermedad. En todos los libros suyos que he leído siempre flota la certeza del final, la proximidad de un crepúsculo en Escania, esa tierra gélida y tranquila donde de vez en cuando emerge el crimen como un cadáver del deshielo. Es el mismo paisaje lacustre de un atardecer con el sol a punto de ponerse que pintaba una y otra vez el otro padre de Wallander, el cuadro colgado en el caballete que el inspector miraba resignado, antes de la bronca familiar, y donde sólo había una variante: con y sin urogallo. La luz antes del fin, pero luz todavía.   

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