Punto de Fisión

Mentiras de destrucción masiva

En vísperas de la invasión de Irak, el general Norman Schwarzkopf intentó disuadir al presidente George Bush Jr. de su cruzada en Irak. Schwarzkopf sabía de lo que estaba hablando puesto que, a las órdenes del padre de Bush Jr., fue el artífice de la liberación de Kuwait y comprendió sobre el terreno la catástrofe que podía desencadenarse al derrocar a Sadam Hussein. "Este hombre es peligroso" advirtió el general sobre aquel ex borracho hijo de papá metido a estadista, "le gusta la guerra". En realidad, era Schwarzkopf quien no entendía la oportunidad que se abría tras la puesta en marcha de la maquinaria bélica estadounidense. Lo del petróleo era lo de menos: el verdadero negocio estaba en los beneficios disparatados de la industria militar y las grandes empresas de seguridad privada, todas ellas en manos de amiguetes presidenciales.

Que a cambio de ese dineral tuvieran que morir cientos de miles de inocentes, destruir un país hasta los cimientos, provocar una crisis política sin precedentes en la zona y dar a luz metástasis terroristas cuyas consecuencias vamos a padecer durante décadas, no suponía el menor problema para la piara de indeseables que formaba el gabinete de Bush. El único obstáculo que se interponía entre su codicia y un océano de sangre inocente era encontrar una excusa que ocultara aquel proyecto de apocalipsis bajo el ropaje de la legalidad internacional. Entonces llegaron los poetas imperiales, siempre dispuestos a afinar la lira en semejantes ocasiones, e inventaron una breve metáfora lo bastante audaz como para encandilar a la opinión pública: armas de destrucción masiva. La metáfora adquirió visos de corporeidad el día en que Colin Powell, emulando a David Copperfield, anunció al mundo que habían descubierto por fin dónde se escondían las dichosas armas de destrucción masiva. Entonces sacó la foto aérea de una furgoneta aparcada en una calle y dijo muy serio: "Están ahí dentro".

En 2007 hasta Jose Mari Aznar -quien tiempo atrás se disfrazó proféticamente del Cid aunque a quien de verdad se parecía era a Superlópez- reconoció que se había equivocado en el asunto. "Todo el mundo pensaba que había armas de destrucción masiva en Irak" dijo, una confesión que envolvía en audaz carambola al menos dos mentiras más: lo de "pensar" y lo de "todo el mundo". "Tengo el problema de no haber sido tan listo de haberlo sabido antes" remató con franciscana humildad, cuando ya la infamia se caía por su peso. Ahora acaba de salir a la luz el informe Chilcot, que ha publicado en edición de lujo lo que sabía hasta el último tonto de pueblo: que la guerra de Irak fue un crimen contra la Humanidad perpetrado con alevosía y sin nocturnidad. Blair, que ya había prometido apoyo incondicional a Bush ocho meses antes de iniciarse la matanza, dice ahora que siente mucho dolor y arrepentimiento, mucho más de los que nos pensamos. El cine, gracias a Polanski, ya lo había retratado como el embustero irresponsable y genocida que es en una película donde Pierce Brosnan lo interpretaba con gélida arrogancia.

Lo asombroso es que el informe Chilcot haya requerido siete años de investigación. Más de 150.000 documentos analizados y evaluados para soltar una conclusión de chirigota. Tal vez no sea tan asombroso, teniendo en cuenta que se trataba de demostrar la inexistencia de una ficción, algo parecido a los miles de volúmenes que filósofos y científicos han dedicado a socavar la entelequia del concepto de Dios. No hay nada que cueste tanto trabajo como rebatir una puta mentira.

 

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