Punto de Fisión

Minoría étnica

La otra mañana, en el metro de Madrid, pasaba un hombre mendigando a pelo, a cara descubierta; se veía que no dominaba todavía la técnica, el dramatismo oblicuo del pedigüeño subterráneo, y por eso no tenía mucho éxito en su peregrinaje a lo largo del vagón: apenas uno de cada quince o veinte viajeros le ofrecía una moneda. Aquella voz ronca me sorprendió de pie, leyendo un libro, y se inmiscuyó en mi oído hasta el punto de borrarme la frase, el párrafo y el capítulo:

-Por favor, denme algo, hace dos días que no como. Por favor, ayúdenme, estoy durmiendo en la calle, encima de un cartón, aunque yo también soy un ser humano.

Es cierto que la adversativa allí no pintaba gran cosa, pero hay un momento en que el hambre rompe la sintaxis con mejor fortuna que muchos poetas. Levanté la mirada y lo vi a tres o cuatro metros de distancia, acercándose ya, demasiado tarde para intentar rascarme el bolsillo y descubrir que no llevaba nada suelto. También vi que nadie más alzaba la cabeza, de repente todo el vagón, lleno hasta los topes, parecía enormemente interesado en profundas meditaciones que incluían vistazos al reloj, búsquedas en el móvil y fugaces exámenes de zapatos. El mendigo era un hombre todavía joven, muy alto y escuálido; la raída camiseta amarilla le dejaba al descubierto, en el cuello y en los brazos, unos tatuajes feos, de probable raigambre carcelaria. No era difícil imaginarlo en el patio de la prisión, guiñando los ojos al sol, quizá por eso recordé de golpe aquellos versos de Cesare Pavese:

El hombre solo -que ha estado en la cárcel- regresa a la cárcel

cada vez que muerde un pedazo de pan.

Lo habitual, en la dura competencia de la mendicidad bajo tierra, es esconderse detrás de un disfraz, un acordeón, una guitarra, un rap manufacturado a base de rimas precocinadas, un acento extranjero, otro color de piel, una minoría étnica. Pero hace mucho que -como dijo otro poeta, esta vez amigo mío, Rafael Perez Castells- la minoría étnica en un vagón de metro somos nosotros. Entre orientales, africanos y sudamericanos, aquel verso de Cesare Pavese, blanco y tatuado a navaja, no tenía muchas oportunidades de salir adelante.

Tal vez , en lugar de exponer ante la audiencia metropolitana, en frío y en directo, la brutalidad esencial de su situación, habría sido más eficaz ocultarse detrás de una historia falsa, una paternidad falsa, una canción mal cantada, un sombrero mexicano, algo, cualquier cosa. Pero aquel hombre parecía exactamente lo que era: un ex presidiario reciente que caminaba agobiado por el fardo de la libertad y la mala suerte. En un mundo donde la ficción (los pokemon, la silicona, el ciclismo, la democracia) tiene mucho más peso que la realidad, su desgracia resultaba demasiado auténtica como para conmover a nadie. Habría sacado más monedas presentándose como emigrante hipotético, padre desesperado, músico fracasado, cómico en paro, lo que fuese con tal de no ser él mismo. No mucho tiempo atrás, un mendigo del metro triunfó al presentarse en cada vagón con un marcado acento gallego como refugiado sirio. Bastaría, quizá, con que ese hombre se tatuara en un brazo esos dos versos de Pavese. En el antebrazo de otro ex presidiario y con tinta medio borrosa, hace ya muchos años, encontré la mejor lectura que yo haya visto nunca de Miguel Hernández:

Tu risa me hace libre,

me pone alas,

soledades me quita,

cárcel me arranca.

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