Punto de Fisión

Gene Wilder fuera de juego

Gene Wilder era un actor que parecía siempre fuera de lugar, el tipo equivocado, el hombre que se ha colado de rondón en una fiesta. De hecho, su primera aparición en el cine fue en una gran película, Bonnie and Clyde, que contradice casi por completo su filmografía posterior. La sanguinaria banda de los Barrow le roba el coche, le obliga a subir con ellos, le toma el pelo y todos se ríen un montón hasta que Bonnie le pregunta a qué se dedica. Cuando se enteran que es enterrador, se forma un silencio truculento y penoso que acaba con el pobre Wilder abandonado en una cuneta.

No podía evitar esas disonancias porque tenía un rostro esencialmente cómico, una zanahoria rematada por el tíovivo de sus ojos azules y una enloquecida cabellera de panocha. Fue la hortaliza delirante que adornó algunas de las mejores comedias de los setenta y los ochenta. Fue Willy Wonka con un sombrero inverosímil. Fue el psiquiatra caprichoso que se enamoraba de una oveja en Todo lo que quiso saber sobre el sexo, de Woody Allen; cuando su mujer le sorprendía retozando en la cama con la oveja ataviada con ligueros, él se defendía diciendo: "No es lo que parece, cariño; es una paciente mía que cree que es una oveja". Fue el clon disparatado de Rodolfo Valentino en El mejor amante del mundo, una película que escribió, protagonizó, dirigió y además produjo.

También escribió, mano a mano con Mel Brooks, el guión de El jovencito Frankenstein, una deliciosa parodia del cine de terror donde lo acompañaba uno de los mayores elencos cómicos de la historia del cine: Marty Feldman, Cloris Leachman, Madeline Khan, Peter Boyle, Teri Garr, Kenneth Mars y un casi irreconocible Gene Hackman. Lo recordamos con la voz del gran Rogelio Hernández no sólo porque en aquel tiempo veíamos las películas dobladas sino porque la obra maestra de Brooks cuenta, probablemente, con el mejor doblaje jamás realizado en la industria española:

–¿Doctor Frankenstein?

–Fronkonstin.

-¿Me toma el pelo?

-No. Se pronuncia Fronkonstin.

-¿Dice usted también Frodorick?

-No. Es Frederick.

-¿Y por qué no es Frodorick Fronkonstin?

-Porque no. Es Frederick Fronkonstin.

Después, junto a Richard Pryor, formó la pareja interracial más divertida del séptimo arte, aunque su éxito, cuya cumbre tuvo lugar en El expreso de Chicago, fue decayendo de película en película, entre otras cosas porque no era fácil trabajar con Pryor, quien en aquella época ya se metía de todo. Wilder volvió a ponerse delante y detrás de la cámara en una de sus creaciones inolvidables, el enamorado bobalicón de La mujer de rojo, un oficinista obcecado por las piernas interminables de Kelly LeBrock, que bailaba imitando a Marilyn mientras el viento husmeaba bajo su falda. Nunca pareció Gene Wilder más fuera de lugar que allí, intentando llevarse al catre a aquella morenaza imponente sin más munición que su sonrisa indefensa y la ternura animal de sus ojos claros. En realidad, justo aquel año se había casado con la fea de la película, Gilda Radner, su tercera esposa, quien enfermaría muy pronto y a quien Wilder acompañó hasta el lecho de muerte.

Cuando ya llevaba muchos años retirado de la pantalla, Gene Wilder ha muerto sin hacer ruido, sin aspavientos, sin una mueca ni un gesto de más, con esa extraña elegancia que había aprendido de los grandes comediantes del cine mudo. Parecía siempre fuera de época, fuera de juego, un ángel burlón expulsado del cielo por un trámite absurdo y que ha regresado a su sitial entre las nubes.

 

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