Punto de Fisión

Preguntar mejor que gritar

Ha llovido mucho, sí, pero en mis tiempos de la Universidad Autónoma, allá por los años ochenta, seguro que reventaron más de un acto de algún político que fue a impartir una conferencia. No lo sé, la verdad, porque en aquellos años casi siempre me encontraba haciendo una licenciatura en césped. No obstante, ya he contado más de una vez el estupor que me embargó cuando acudí al doctorado honoris causa de Krzysztof Penderecki, uno de los mayores compositores vivos, y no me acompañaron más que cuatro gatos. Poco antes o poco después el estupor se transformó en pena cuando vi la ingente muchedumbre de estudiantes que saludó la llegada a las aulas del príncipe Felipe.

Puede que me equivoque, pero creo que la costumbre de chafar mediante algaradas la visita de un personaje considerado non grato en ambientes universitarios se remonta a los años sesenta, en la época del movimiento contracultural en Estados Unidos. La violencia, verbal y de la otra, era moneda de cambio común, hasta el punto de que cuenta la leyenda que una vez John Wayne fue a dar una charla a favor de la guerra de Vietnam en una universidad montado en un tanque. Es una fea costumbre, todo hay que decirlo, pero en España la puso de moda muchos años antes Millán Astray cuando se puso a interrumpir a Unamuno y el anciano escritor le contestó que estaban en el templo del saber y que allí era él el sumo sacerdote.

Entre un legionario voceras y Unamuno, entre la fuerza bruta y la palabra, creo que caben pocas dudas de qué lado cae el logos. Por eso mismo los estudiantes perdieron ayer una excelente oportunidad de rebatir mediante el uso de la palabra a Cebrián y a Felipe González. Habría sido mucho más efectivo, en lugar de gritar y de agitar pancartas con el recuerdo de la cal viva, inquirir en el turno de preguntas a Felipe si sabía ya quién era el señor X o qué les ocurrió en verdad a Lasa y Zabala o por qué el genocida Pinochet era mejor ejemplo de demócrata que Chávez. También podían haberle preguntado a Cebrián por la demanda impuesta contra El Confidencial por "competencia desleal" y que aclarase qué significa para él exactamente la libertad de prensa. Seguramente ambos habrían perdido los papeles. Sí, podía haber sido una oportunidad magnífica de que ambos próceres explicaran esos procedimientos democráticos a los que nos tienen tan acostumbrados. Y además siempre hay tiempo para los abucheos al final, que es el momento de criticar una película.

Sin embargo, tal y como sucedieron las cosas, entre el jaleo de capuchas, silbidos y pasquines, quienes perdieron los papeles y el diálogo fueron los estudiantes. No era el lugar ni el protocolo ni las formas. En un pasaje célebre de El arte de injuriar, Jorge Luis Borges recordaba aquel fragmento De Quincey donde se daba cuenta de la animada discusión entre el doctor Henderson y un anónimo caballero inglés. Exasperado, incapaz de rebatir a su interlocutor, el caballero le arrojó a Henderson una copa de vino a la cara. En un acto de suprema elegancia, Henderson se limpió y respondió: "Eso, señor mío, es una digresión. Espero su argumento".

 

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