Punto de Fisión

El apocalipsis con peluca

En el colegio de salesianos donde duré dos años nos hablaban a menudo del fin del mundo. Es un tema que ha fascinado siempre a los religiosos de cualquier tiempo y lugar, pero especialmente a los católicos, que atribuyen al mismo Juan el Evangelio y el Apocalipsis para que el verbo sea el principio y también el final. Hasta hace poco más de medio siglo, el fin del mundo no era más que retórica pero la energía nuclear y las tensiones de la Guerra Fría lo convirtieron en una posibilidad inquietante . Antes de aquellas prédicas amenazadoras, a veces yo me despertaba sudando en medio de un holocausto nuclear aliñado con ecuaciones y logaritmos neperianos. No fue hasta mucho después cuando comprendí el angustioso juego de temer lo que secretamente se desea y anhelar de incógnito lo que se teme, un mecanismo psicológico que explica el éxito del cine de catástrofes y, sobre todo, de las películas radiactivas, como Teléfono rojo o El día después.

Años más tarde, un compañero de la facultad me comentó que de niño él padeció a un cura que le sermoneba sobre las bondades del Apocalipsis: "Pensad en la suerte que vais a tener" decía el santo varón, "vuestra generación va a vivir el fin del mundo". Tal vez el hombre avizoraba una visión de los cielos rajándose, con Dios Padre asomando del abismo entre un coro de ángeles y santos y un blanco vértigo de palomas. No me lo pude creer del todo hasta que, poco después, uno de nuestros profesores de literatura dio un sermón en plena clase explicando que el terror a la muerte era personal e intransferible, pero que en caso de que la muerte fuese universal e instantánea sería más bien causa de asombro e incluso de regocijo. "Si ahora mismo supiésemos que iba a caer una bomba atómica ahí afuera" dijo, "yo saldría con ustedes a contemplarlo. Sería un espectáculo digno de verse".

Sospecho que buena parte del temor desatado por la elección de Donald Trump como presidente participa del mismo sentimiento apocalíptico, como si la gente tuviera tanto miedo como ganas de que apriete el botón rojo nada más sentarse en la Casa Blanca. No había pasado apenas un día desde la derrota de Hillary y las redes sociales ya estaban hirviendo de noticias con nazarenos del Ku-Klux-Klan que habían tomado las calles, incidentes racistas a todo color y pintadas contra musulmanes, latinos y homosexuales en los muros de las ciudades. Todas esas cosas pasaban también 24 horas antes (por no hablar del reguero de asesinatos impunes de jóvenes afroamericanos a manos de la policía) pero no con el mismo significado. Porque, evidentemente, la victoria de Trump legitima no sólo la xenofobia y la intolerancia a las minorías sino también la impotencia esencial de la ideología igualitaria. Ese vecino que por fin se quita la careta y muestra al mundo su miedo y su odio a los inmigrantes, a los maricas y a los negros, nos permite paradójicamente enseñar también nuestros más profundos odios y miedos: a la idiotez, a la incultura, al fracaso de una civilización secular, de un proyecto educativo e incluso de toda nuestra forma de vida. El apocalipsis está servido y seguro que hay una cuarteta de Nostradamus aderezada con una peluca naranja. Apocalipsis, por cierto, quiere decir "revelación" en griego.

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