Punto de Fisión

Manifiesto redneck

Me crié en un barrio pobre de Madrid, en el seno de una familia obrera, y aunque no he pasado hambre un solo día de mi vida, tengo un conocimiento muy preciso de lo que significa ese concepto, quizá porque lo oí muchas veces a lo largo de mi infancia. "Niño, tú no sabes lo que es pasar hambre" o "Ya verás cuando llegue el año del hambre", eran admoniciones típicas de mis padres a la hora de sentarnos a la mesa. Ellos podían decirlo con conocimiento de causa: habían conocido el hambre de primera mano gracias a la generosidad de la posguerra. Esa resonancia genética me incapacita para hacer una lectura impersonal del Manifiesto redneck de Jim Goad, un libro que me ha revuelto las tripas, probablemente el ensayo político más urgente, provocador y necesario que he leído nunca. Y, desde luego, el más divertido.

Más que un libro, Manifiesto Redneck es dinamita, rabia en estado químicamente impuro, un desvelamiento radical, paso a paso y puñetazo a puñetazo, del secreto más sucio de los Estados Unidos. Que no es el racismo, esa vergüenza a voces, ese mantra repetido a todas horas, día y noche, sino el clasismo. Goad demuestra sin la menor sombra de duda que el color nunca ha sido el problema, que la distancia entre un negro pobre y un blanco pobre es infinitesimal comparada con la que va de un mendigo a un millonario. Que la esclavitud no es una cuestión racial sino un estigma de clase, que los siervos medievales europeos de los que proceden los rednecks y los hillbillies no se diferenciaban gran cosa de los esclavos negros arrancados de sus tierras y hacinados en barcos a través del Atlántico. Que muchedumbres de jóvenes de piel blanca también fueron secuestrados en las calles de Londres y traídos contra su voluntad en bodegas malolientes. Que a veces solía pasar que un siervo blanco fuese peor tratado que un esclavo negro, puesto que no se trataba de una propiedad sino de una herramienta a plazos que el amo podía usar y tirar sin remordimientos. Habla de niños sin futuro no en otro continente o en otra época sino al doblar la esquina, de tribus hambrientas con tu mismo color de piel acampando en la periferia de las ciudades. Habla del fantasma que recorre Estados Unidos, el que sigue recorriendo Europa, Asia y África, el que intentaron conjurar en vano Marx, Francisco de Asís o Espartaco:

"Trabajo libre" es un oxímoron y sólo los imbéciles creen que algo así puede existir. Es imposible trabajar para otro y ser a la vez libre. La mayoría de la gente es libre de tomar una decisión una sola vez en su vida: trabajar o morirse de hambre.

Publicado originalmente en 1997, el libro de Jim Goad resulta profético en varios sentidos: anuncia la gran estafa inmobiliaria que se formaba en el horizonte y explica, desde el desmoronamiento y la hipocresía secular del partido demócrata, la presencia de un patán obsceno como Donald Trump en la Casa Blanca. Y lo hace echando sal en las heridas, desvelando la codicia y la hipocresía de santones intocables como Abraham Lincoln o George Washington. Entre muchas otras lecciones históricas impagables (aparte de sacar a la luz el arbol genealógico de los rednecks desde los campesinos europeos y los siervos de la gleba) está la incómoda verdad de que, al término de la Guerra de Secesión, republicanos y demócratas promovieron un enfrentamiento racial que llega hasta nuestros días. Mientras los republicanos armaban a los negros bajo la égida de la venganza y los demócratas se organizaban bajo las capuchas y antorchas del Ku-Klux-Klan, sólo hubo una fuerza política que hacia 1890 intentó superar las diferencias de raza y abogar por la igualdad y la justicia social: el Partido del Pueblo. Los populistas, nacidos de la conjunción de dos sindicatos. Sí, chavales, hasta en eso nos han tomado el pelo.

Goad escribe con fuego y queroseno, revelando la ira creciente y el rencor de una clase social injuriada y repudiada con total impudicia desde cualquier perímetro social: los blancos pobres, los hillbillies, los rednecks, los hicks, la basura blanca. Como si ellos tuvieran la culpa de ser pobres, de apenas saber leer o de no poder costearse un seguro médico. Como si fuesen sus antepasados los dueños de las plantaciones que se enriquecían con esclavos. A base de escupitajos, Goad va demoliendo uno por uno los grandes tabúes de la izquierda exquisita y de la corrección política, quitándoles la careta a los hipsters, a los hippies, a los progres y a todos esos voceros que denuncian la segregación en las barriadas de Brooklyn mientras ellos se parapetan en los apartamentos más caros de Central Park, bien lejos de cócteles raciales:

Culpan a la blancura cuando tendrían que culpar a la codicia. Culpan a la masculinidad cuando tendrían que culpar al poder. En lugar de desvelar la verdadera arquitectura de la intolerancia se limitan a darle una nueva mano de pintura.

Es cierto, yo no tengo la menor idea de lo que es ser un redneck, ni he vivido jamás en una caravana, ni he destilado whisky en una colina de los Apalaches, pero algo sé sobre deslomarse en un vivero para ganar unos duros, cargar cajas de libros escaleras arriba o patear las calles cobrando recibos de puerta en puerta. Quizá no signifique gran cosa como experiencia laboral, pero sí la suficiente como para comprender lo afortunado que soy ahora que me gano la vida mal que bien dándole a la tecla. La suficiente para atisbar la impostura cuando pretende darme lecciones un hijo de papá o un pijo certificado que se encuentra a varias generaciones de la experiencia metafísica del hambre. No tengo la nuca roja de inclinarme con el azadón de sol a sol a labrar la tierra, pero sé de sobra lo que es el miedo a que la pasta a fin de mes no alcance. Todavía lo sé, todavía lo siento. Cuidado con este libro porque podrías encontrarte en él, en el eslabón de un tatarabuelo tuyo escardando cebollinos en un páramo de Castilla. Podrías descubrir que tú también eres basura blanca. Podrías echar cuentas y calcular que no hay mucha distancia entre un negrata de Los Angeles, un gitano de Bucarest y una poligonera de Vallecas. Podrías espabilar y cabrearte mucho.

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